Tlaskamati

jueves, 31 de marzo de 2011

Soy cirujano ortopédico..


Soy cirujano ortopédico, y aunque tengo buena mano para arreglar partes del cuerpo, no soy muy hábil con el lenguaje; me cuesta trabajo escuchar, y a veces me faltan palabras para expresarme. Quizá esto se deba a que me prepararon para la acción, pero no para los aspectos emocionales de mi trabajo. Durante mis cuatro años de residencia de 1979 a 1983- en la Clínica Mayo de Rochester, Minnesota, el símbolo de la cirugía y los quirófanos, de las "luces calientes y el acero frío", como decían los médicos de más edad, fue el bisturí. Reconstruíamos rodillas, enderezábamos huesos y dejábamos de nuevo enteros a los lesionados. Mi esposa, Patti, sabía que yo había escogido la cirugía porque quería ayudar a los demás. Pero a veces mis pacientes terminaban enseñándome cosas inesperadas.

[ason Withers, un carpintero de 36 años que se había cercenado cuatro dedos de la mano derecha con una sierra, fue el primer paciente al que atendí en mi segundo año de residencia.

-Tiene que ayudarme, doctor -me dijo en tono suplicante en la sala de urgencias-o Así no puedo trabajar.

Como yo, estaba casado, tenía hijos pequeños y trabajaba con las manos. -¿Pueden hacer algo por mí? -añadió con los ojos arrasados en lágrimas- o ¿Pueden volver a ponerme los dedos? Sus compañeros de trabajo habían tenido el cuidado de recogerlos y colocarlos en una bolsa de plástico con hielo. Los cortes parecían bastante

limpios. Los dedos tenían buen aspecto, menos el índice, que estaba desprovisto de casi toda la piel y los tejidos blandos. Aun así, reimplantar los cuatro dedos era un reto formidable. Empecé a administrarle morfina y antibióticos, le preparé las heridas y lo envié a que le tomaran radiografías. Parecía un buen candidato para la

reimplantación: era joven y su oficio le exigía el uso de la mano lesionada, porque era diestro. Pero había otro factor que considerar.

-No fumaste verdad, Iason> -le pregunté.

-Sí, doctor, una cajetilla y media al día, más o menos. -Eso complicaba las cosas. El doctor Matt Wilk, uno de los mejores cirujanos de manos de la clínica, detestaba practicar reimplantes en fumadores, porque la tasa de fracaso es mucho mayor que en los no fumadores. "iBueno estaría pasarse la noche en vela practicando un reimplante para que luego el paciente lo arruine todo fumando!", había dicho más de una vez. Sin embargo,

Iason seguía implorándome: -jAyúdeme, doctor!

Me angustiaba tanto verlo así que con gusto le habría dado uno de mis dedos. Decidí asumir el riesgo de operarlo...no sin ponerle una condición: -Tienes que dejar de fumar -le dije-o Primero, porque es él peor daño

.que puedes hacerle a tu cuerpo, y segundo, porque obstruye los vasos sanguíneos. Suponiendo que lográramos reimplantarte los dedos y que se restableciera la circulación, todo nuestro trabajo se iría al traste si fumaras

aunque sólo fuera un cigarrillo. Los vasos se obstruirían y ocasionarían la muerte de los dedos.

Sentado en la sala de urgencias, sin dejar de mirarme a los ojos, Jasan se sacó la cajetilla del bolsillo de la camisa y la arrojó al suelo: -Doctor, si ustedes me ponen los dedos en su lugar, no vuelvo a fumar

nunca más en mi vida. .Le creí.

UN DESENLACE INCIERTO

Los ORTOPEDISTAS SOLEMOS SER blanco de las burlas de otros médicos. En las -obras de teatro de mis años de estudiante en la Facultad de Medicina Stritch de la Universidad Loyola, en Chicago, nos ridiculizaban como hombres medio bobos con un juego de herramienta-s al cinto, sin más diálogo que algo

así como: "El hueso está roto. Hay que arreglarlo".

A pesar de las bromas, la especialidad me atraía mucho. Cuando era niño, en Oak Park, Illinois, construía modelos a escala, fuertes y castillos, y me encantaba hacer cosas a partir de cero. Al principio de mi residencia me pasaba la vida hablándole a Patti sobre mis pacientes, y ella estaba al tanto _ de mis temores: si cometía un error, las consecuencias podían ser trágicas. Podía dejar discapacitado a alguien. Llamé al doctor Wilk y le expuse el caso de Iason, procurando convencerlo de que realizáramos juntos la operación.

-Jason promete dejar de fumar -le expliqué-o Dice que no volverá a dar ni una fumada más. -Eso dicen todos -repuso Wilk, y guardó un silencio desalentador.

-Es carpintero, doctor Wilk -insistí, desesperado-La mano lesionada es la que usa más. Y tiene dos hijos pequeños. Él seguía empeñado en su silencio. ¿Por qué no cedía? -Entonces -dijo al fin-, usted piensa que conviene reimplantar? -Sí, doctor. -¿y le cree cuando dice que no va a fuma r? - Sí, le creo.

-Está bien -dijo, luego de dar un suspiro-o Llame al quirófano y avíseme cuando estén listos.

Como todas las reimplantaciones, la de Jasan fue eterna. Wilk y yo pasamos seis horas inclinados sobre el microscopio quirúrgico, manipulando los micro instrumentos. El dedo índice estaba demasiado dañado para

reimplantarlo, pero pudimos salvar los demás reconectando los diminutos nervios y vasos y reparando los tendones. Durante los tres días que siguieron a la operación, el desenlace se antojaba incierto: los dedos de Jasan estaban oscuros, ennegrecidos. Yo iba a su habitación dos veces al día para cambiarle los vendajes y revisarlo. Al cuarto día los dedos se pusieron algo más rosados, con un aspecto más sano. Al quinto no había duda: el reimplante había sido un éxito. Jasan y su mujer no cabían en sí de felicidad. Hasta sus ojos inexpertos notaban la diferencia. Al décimo día Jasan regresó a casa. Acudiría a terapia de rehabilitación como paciente externo e iría a mi consultorio al cabo de una semana. Sin embargo, al día siguiente de haberlo dado de alta, su esposa me llamó por teléfono, frenética:

-Los dedos tienen un aspecto pésimo. Debe revisarlo ahora mismo. Le dije que lo llevara directamente a la sala de urgencias. Cuando llegaron yo ya estaba allí. La mujer tenía razón. Los dedos estaban fríos y casi

negros. Se me revolvió el estómago. -Jasan, no sabes cuánto lo siento -le dije.

No me respondió; tan sólo clavó la mirada en el suelo, con una mueca sombría en la boca. Entonces caí en la cuenta... Pero no: Jasan no podía haber cometido semejante estupidez. -Jasan -le dije casi en un susurro-, no habrás fumado, verdad? No quiso responder. Yo me estremecí y, moviendo la cabeza, exclamé:

·- iAy, Jasan! Todos sabíamos a qué me refería. Cuanto más pensaba en ello, tanto más se convertía mi decepción en rabia. ¿Qué manía autodestructiva era ésa? ¿Acaso no le había advertido 50 veces que no debía fumar? Tantas horas de trabajo y mil es de dólares, echados por la borda. Me aterraba llamar al

doctor Wilk para decírselo. Durante 10 días sometimos a Jasan a tres operaciones más. No pudimos

más que recortar el tejido muerto hasta que sólo quedaron los muñones. Aunque yo esperaba que Wilk me recriminara lo tonto que había sido y cómo lo había hecho perder el tiempo, no dijo gran cosa. Seguí curando a Jasan, pero con una frialdad que quería decir: "Di la cara por ti y me traicionaste".

Por fin, el doctor Wilk me llamó aparte. Vaya, aquí viene la reprimenda del siglo, pensé. -Mike -me dijo-,

cuántos dedos tienes en la mano derecha? -Pues... cinco -le respondí, desconcertado.

-¿y cuántos tiene [ason? -Sólo le queda el pulgar. ~Entonces, por qué no dejas de comportarte como si fueras la víctima? Bájate del burro y actúa como médico y no como juez. Es cierto que [ason cometió una estupidez, pero acaso los cirujanos sólo atendemos a la gente lista? Déjalo en paz. Él tendrá que lidiar toda su vida con esto. Ya ha sufrido bastante.

Me quedé perplejo. Me llevó un rato darme cuenta de lo que quería decir. Wilk: un ser humano necesitaba que lo ayudáramos, sin juzgarlo. La siguiente ocasión que vi a [ason me disculpé con él por no haber sido más

comprensivo. Al principio no respondió, pero luego se decidió a hablar. -Sé que ya no importa, que estoy lisiado para siempre, pero voy a dejar de fumar -dijo con la mandíbula tensa y una mirada resuelta, feroz-o No

vuelvo a tocar un cigarrillo en mi vida.

Le propuse que asistiera a una terapia ocupacional para rehabilitarse y estuvo de acuerdo. Ya era demasiado tarde para salvarle la mano, pero podíamos ayudarlo a rehacer su vida. -Jason -le dije-, es un excelente primer paso. Me pregunté si todas las verdades que aprendería como médico serían tan contundentes como ésa.


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