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lunes, 7 de marzo de 2011

Alberto Granado, amigo del Che: “No aguantábamos ni a los mentirosos ni a los cobardes”

Esta larga entrevista con Alberto Granado nunca se publicó en un libro, como él quería. Tampoco fue posible el encuentro en Venezuela para rememorar el paso del Che y del petiso Granado por ese país, donde ambos se separaron en 1952 para reencontrarse en el primer año de la Revolución cubana. Aquí está ese diálogo y las fotos que antes de morir en La Habana le hiciera Roberto Chile.

Rosa Miriam, por iniciativa de la Embajadora de Sri Lanka en Cuba, Excelentísima Señora Tamara Kunanayakam, Alberto Granados, junto a José Mendoza Argudín, compañero del Che en la Sierra Maestra y quien le acompañara en uno de sus viajes por el mundo después del triunfo de la Revolución, en un acto de gran simbolismo sembraron un árbol de Karapincha, junto a familiares y amigos en la casa de Granados, coincidiendo con el aniversario 52 de la entrada de los Rebeldes a La Habana. Tuve el privilegio de que me invitaran a la sencilla ceremonia y pude dejar constancia gráfica de aquel momento de inmensa emoción. Pongo estas imágenes en tus manos, para de ser posible, se publiquen en Cubadebate con motivo de la dolorsa desaparición del amigo Alberto.

"Rosa Miriam: por iniciativa de la Embajadora de Sri Lanka en Cuba, Excelentísima Señora Tamara Kunanayakam, Alberto Granados, junto a José Mendoza Argudín, compañero del Che en la Sierra Maestra y quien le acompañara en uno de sus viajes por el mundo después del triunfo de la Revolución, en un acto de gran simbolismo sembraron un árbol de Karapincha, junto a familiares y amigos en la casa de Granados, coincidiendo con el aniversario 52 de la entrada de los Rebeldes a La Habana. Fue el 8 de enero de 2011. Tuve el privilegio de que me invitaran a la sencilla ceremonia y pude dejar constancia gráfica de aquel momento de inmensa emoción. Pongo estas imágenes en tus manos, para de ser posible, se publiquen en Cubadebate con motivo de la dolorosa desaparición del amigo Alberto." Roberto Chile

Afuera, periodistas y pobladores pujaban por acercarse. Nunca se había visto tanta gente en las calles de Alta Gracia hasta ese 22 de julio de 2006, en que Fidel Castro y Hugo Chávez entraron al caserón de Villa Nydia, un chalet inglés con techos de chapas verdes y tejas ocres, acompañados exclusivamente por las cámaras de la televisión venezolana, unas pocas personas de las comitivas oficiales, la directora de la casa convertida en Museo y cuatro amigos de la infancia del Che: Carlos (Calica) Ferrer, Enrique Martín, Ariel Bidosa y Alfredo Moreschi. Alertado de la visita, Calica, que a principios de los 50 siguió al joven Ernesto Guevara en su segundo viaje por América Latina, había llegado desde Buenos Aires para encontrarse con sus compañeros, que viven a unas cuadras de aquella antigua casona de la calle Avellaneda, marcada con el número 501, en el barrio Villa Carlos Pellegrini.

Fidel y Chávez habían llegado un par de días antes a la Argentina para asistir a la Cumbre de Jefes de Estado del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), y habían extendido su programa en el país solo para realizar esa visita, juntos, a la provincia de Córdoba. En Villa Nydia el Che vivió desde los 4 a los 15 años, cuando sus padres buscaron un lugar cerca de la sierra, con clima más propicio para un niño que padecía violentas crisis de asma desde que tenía dos años. Desde allí Ernesto salió a explorar la cordillera, estudió la primaria y la secundaria, y tuvo su primer trabajo y su primer amor.

Calica Ferrer contó luego a los periodistas que en el interior de aquella casa los Presidentes hablaron del niño devenido en héroe y mito para millones de personas en el planeta, y que bromearon entre ellos y conversaron durante casi una hora de miles de detalles que se le escapaban de la memoria. Pero hubo un recuerdo de aquella hora en Alta Gracia que Calica fijó especialmente: Fidel le trajo un “chisme” y Chávez, una invitación. “El Comandante me dijo que el Petiso (Alberto Granado) anda recontra enojado porque el médico le ha prohibido el ron.” Y Chávez: “Quiere que nos reencontremos con Alberto, pronto, en Venezuela.”

Poco después, con esa noticia y sin preguntas previas, toqué a la puerta de la casa habanera de Alberto Granado, amigo de Calica y del Che, el Petiso de los diarios y las cartas de Ernesto, el hombre que lo acompañó en su primer viaje a Sudamérica que inspiró la película Diarios de motocicleta. Se ríe con el comentario de Calica: “Sigue siendo el mismo… Es verdad, me prohibieron el alcohol por un problema hepático y es un sacrificio… Y también es verdad que estamos esperando con mucha emoción ese encuentro en Venezuela, a donde llegué con Ernesto hace tanto ya…”

Le hablo de una carta que el Che le escribió a su madre, el 22 de agosto de 1953, en el que compara sus dos visitas a Perú y a ambos amigos: “Me di el gran gustazo por segunda vez y ahora a lo semibacán, pero el efecto es diferente. Alberto se tiraba en pasto a casarse con princesas incas, a recuperar imperios. Calica putea contra la mugre y cada vez que pisa uno de los innumerables zoretes, que jalonan las calles, en vez de mirar al cielo y alguna catedral recortada en el espacio, se mira los zapatos sucios. No huele esa impalpable materia evocativa que forma Cuzco, sino el olor a guiso y a bosta. Cuestión de temperamento.”

De ese hilo que va de una visita a Alta Gracia y de ahí al comentario leído al pasar y a los toques en una puerta, de ese ovillo que hace correr caprichosamente el azar y evocar a los amigos, nació esta entrevista. Conversando con Alberto, que ha cumplido 84 espléndidos y lúcidos años (murió a los 88), me doy cuenta de que hay muchos detalles todavía por revelar de los 12 días que el Che y él pasaron juntos en Venezuela. ¿Por qué no hace un ejercicio de memoria, antes de irse a Caracas con el Presidente Chávez y con Calica?, le pregunto con la grabadora en ristre.

“Pues, sí. ¿Por dónde empezamos…?”

LOS DOCE DÍAS DE ERNESTO EN VENEZUELA

-Alberto, hágase la idea de que encuentro que el Presidente Chávez quería en Córdoba se está produciendo ahora mismo…

-Es difícil. Quisiera que él estuviera aquí, de verdad… Yo quisiera hablarle de la estadía de Ernesto y mía en Venezuela, que está enmarcada por dos fechas. Una, muy famosa, el 14 de julio de 1952, en que se conmemoraba la toma de La Bastilla.2 Ese día nosotros cruzamos de Colombia a Venezuela. La otra fecha, no es menos conocida: el 26 de julio de 1952,3 día en que nos separamos y murió Eva Perón.4 Al año siguiente se produce el ataque al Cuartel Moncada. Que esas dos fechas sean el marco temporal de nuestra estancia en Venezuela es obra de la casualidad, o quizás no, porque hay cierta dosis novelesca en todo nuestro peregrinaje.

-¿Qué usted recuerda de ese 14 de julio? Por supuesto, sin la motocicleta.5

-Había quedado en el camino, en el sur de Chile, en un pueblecito que se llama Los Ángeles. Ahí la tuvimos que dejar por inútil. Después la llevamos a Santiago de Chile, a la casa de unos argentinos que la mantuvieron hasta que mis hermanos fueron a buscarla. La pérdida de la motocicleta no fue porque nosotros la abandonáramos, como se dice, sino porque la tuvimos que dejar. O dejábamos de viajar o dejábamos la moto, a pesar de que ella era mi segunda novia. Me había ayudado mucho, pero la tuve que dejar.

-¿Cómo llegaron hasta la frontera venezolana?

-Fuimos en ómnibus desde Bogotá hasta la frontera. Atravesamos el Puente Internacional que une Cúcuta con la ciudad de San Cristóbal, en Venezuela. Salimos como a las siete de la mañana de Cúcuta, rumbo a la frontera venezolana. Nosotros llevábamos un revólver, y de esas cosas tan extrañas de la vida nunca nos lo detectaron. Yo le decía a Ernesto que era porque lo traía envuelto en un calzoncillo viejo, con un olor que espantaba a la gente. En cambio, teníamos un cuchillito, un recuerdo del hermano de Ernesto, de Roberto, una especie de cuchillo gauchesco, un facón,6 pero en miniatura, parecía un cortapapeles. Como era tan bonito atraía la atención y nos lo querían quitar, y siempre había una discusión por eso.

-En una crónica que García Márquez escribió en 1999 después de una larga conversación con Hugo Chávez, comentó una anécdota ocurrida en uno de los puentes internacionales entre Colombia y Venezuela, que revela el carácter del Presidente venezolano. En la década del 80 Chávez fue detenido en la frontera por un capitán colombiano, que quería enviarlo a Bogotá argumentando que debía ser un espía. Chávez descubrió que el colombiano tenía una foto de Bolívar en la pared de la oficina, y le dijo: “Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?” El hombre, conmovido, liberó al venezolano con un abrazo en el Puente Internacional del Arauca. Cuando ustedes pasaron la frontera, ¿los detuvieron?

-Nada. Nosotros teníamos visa de turista por un mes. Hubo algo muy significativo, y lo escribí, además, en mi diario. En San Cristóbal, al otro lado de la frontera, debíamos esperar el ómnibus que nos llevaría hasta Caracas. Nos atendió un tipo bastante pesado. Finalmente, cruzamos con un suspiro de alivio el puente que pasa por encima del río Táchira y que une a ambos países. Al poco rato, estábamos otra vez frente a las garras de la Aduana venezolana. Pero afortunadamente ese 14 de julio entramos a Venezuela por un camino bastante lindo, bordeando el cordón montañoso hacia San Cristóbal, que es una pequeña ciudad parecida a Cúcuta, pero menos cosmopolita, como escribí en mi diario. Lo que más me llamó la atención fue el río Torbes, que tiene aguas de un intenso color rojo, que resalta más por el verde de sus riberas.

Para hacer tiempo, nos pusimos a recorrer el pueblo. Yo encontré una biblioteca. Pedí un libro, La Vorágine7 una novela que habla de la conquista del Orinoco. Eso me llenó de entusiasmo. En Bogotá y en Colombia, en general, nos habían tratado muy mal, pero sentí que haber encontrado una biblioteca con un libro que a mí me gustaba, en Venezuela, era una buena señal.

-¿Pudo avanzar mucho en la lectura?

-Leí unas pocas páginas. Me lo prestaron para que lo leyera afuera, porque había mucho calor.

-Pero no se lo llevó.

-No, no, no, se lo devolví.

-¿Qué hacía Ernesto mientras?

-Salió a recorrer el pueblo, para ver si conseguía un camión que nos sacara de ahí. Como estaban muy difíciles las cosas, lo que resolvió fue que tendríamos que pagar el pasaje hasta Caracas, cosa que no nos gustó. Lo hicimos, pero nunca imaginamos que esa carretera estaría a 4 000 metros de altura en una región que le llaman El Páramo. Como a las 11 de la noche del 16 de julio salimos de San Cristóbal, en un camión donde viajábamos, incomodísimas, once personas. Pasamos un frío terrible y hambre. Una compañera de asiento nos invitó con un pedazo de queso de mano, tipo Telita. Fíjate, que en Venezuela, contra nuestra manera habitual de viajar, pagamos para irnos en el ómnibus. Queríamos llegar más rápido, porque ya teníamos algunos proyectos.

Al principio lo nuestro era andar, andar y andar. Pero yo tenía el compromiso con la mamá del Che, Celia, de mandarle al hijo de vuelta para que se graduara de médico, porque estaba al terminar. Habíamos planificado que si en Caracas yo conseguía algún trabajo, él iba a volver a la Argentina para graduarse de médico. La idea era que si estaba en Caracas un vendedor de caballos, amigo de un tío de Ernesto, él se regresaría con este hombre y sus caballos a Buenos Aires. De no ser así, entonces iríamos juntos a México

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