Retrato de familia en Argentina
El poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó: —¡Ha sonado, para bien del mundo, la hora de la espada!
Y así aplaudió, en 1930, el golpe de estado que instauró una dictadura militar. Al servicio de esa dictadura, el hijo del poeta, el comisario Polo Lugones, inventó la picana eléctrica y otros convincentes instrumentos que él ensayaba en los cuerpos de los desobedientes. Cuarenta y pico de años después, una desobediente llamada Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del comisario, sufrió en carne propia los inventos de su papá, en las cámaras de torturas de otra dictadura. Esa dictadura desapareció a treinta mil argentinos. Entre ellos, ella.
Las edades de Ana
En sus primeros años, Ana Fellini creía que sus padres habían muerto en un accidente. Sus abuelos se lo dijeron. Le dijeron que sus padres venían a buscarla cuando se cayó el avión que los traía. A los once años, alguien le dijo que sus padres habían muerto peleando contra la dictadura militar argentina. Nada preguntó, no dijo nada. Ella había sido niña parlanchina, pero desde entonces habló poco o nada. A los diecisiete años, le costaba besar. Tenía una llaguita bajo la lengua. A los dieciocho, le costaba comer. La llaga era cada vez más honda. A los diecinueve, la operaron. A los veinte, murió. El médico dijo que la mató un cáncer a la boca. Los abuelos dijeron que la mató la verdad.
El poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó: —¡Ha sonado, para bien del mundo, la hora de la espada!
Y así aplaudió, en 1930, el golpe de estado que instauró una dictadura militar. Al servicio de esa dictadura, el hijo del poeta, el comisario Polo Lugones, inventó la picana eléctrica y otros convincentes instrumentos que él ensayaba en los cuerpos de los desobedientes. Cuarenta y pico de años después, una desobediente llamada Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del comisario, sufrió en carne propia los inventos de su papá, en las cámaras de torturas de otra dictadura. Esa dictadura desapareció a treinta mil argentinos. Entre ellos, ella.
Las edades de Ana
En sus primeros años, Ana Fellini creía que sus padres habían muerto en un accidente. Sus abuelos se lo dijeron. Le dijeron que sus padres venían a buscarla cuando se cayó el avión que los traía. A los once años, alguien le dijo que sus padres habían muerto peleando contra la dictadura militar argentina. Nada preguntó, no dijo nada. Ella había sido niña parlanchina, pero desde entonces habló poco o nada. A los diecisiete años, le costaba besar. Tenía una llaguita bajo la lengua. A los dieciocho, le costaba comer. La llaga era cada vez más honda. A los diecinueve, la operaron. A los veinte, murió. El médico dijo que la mató un cáncer a la boca. Los abuelos dijeron que la mató la verdad.
La bruja del barrio dijo que murió porque no gritó.
Peligro en las calles
Desde hace más de medio siglo, Uruguay no ha ganado ningún campeonato mundial de fútbol, pero durante la dictadura militar conquistó otros torneos: fue el país que más presos políticos y torturados tuvo, en proporción a la población. Libertad se llamó la cárcel más numerosa. Y como rindiendo homenaje al nombre, se fugaron las palabras presas. A través de sus barrotes se escurrieron los poemas que los presos escribieron en minúsculas hojillas de papel de fumar. Como éste:
A veces llueve y te quiero.
A veces sale el sol y te quiero.
La cárcel es a veces.
Siempre te quiero.
A veces sale el sol y te quiero.
La cárcel es a veces.
Siempre te quiero.
Fundación de las desapariciones
Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los desaparecidos de la última dictadura militar. La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.
En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por nadie. Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y renunciaron a la tierra y a todo, fueron llamados indios reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos sin nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también: repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.
Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina. Son los desaparecidos de la última dictadura militar. La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la desaparición como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes, el general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.
En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por nadie. Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se sometieron y renunciaron a la tierra y a todo, fueron llamados indios reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos sin nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también: repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.
Profetas del siglo veinte
Carlos Marx y Federico Engels habían escrito el «Manifiesto comunista» a mediados del siglo diecinueve. No lo habían escrito para interpretar el mundo, sino para ayudar a cambiarlo. Un siglo después, un tercio de la humanidad vivía en sociedades inspiradas por este panfleto de apenas veintitrés páginas. El «Manifiesto» fue una certera profecía. El capitalismo es un brujo incapaz de controlar las fuerzas que desata, dijeron los autores, y en nuestros días puede comprobarlo, a simple vista, cualquiera que tenga ojos en la cara. Pero a los autores no se les pasó por la cabeza que el brujo pudiera tener más vidas que un gato, ni que las grandes fábricas pudieran dispersar la mano de obra para reducir sus costos de producción y sus amenazas de sublevación, ni que las revoluciones sociales pudieran ocurrir en las naciones que eran llamadas bárbaras, más frecuentemente que en las llamadas civilizadas, ni que la unidad de los proletarios de todos los países pudiera resultar menos frecuente que su división, ni que la dictadura del proletariado pudiera ser el nombre artístico de la dictadura de la burocracia. Y así, por lo que sí y por lo que no, el «Manifiesto» confirmó la más profunda certeza de sus autores: la realidad es más poderosa y asombrosa que sus intérpretes. Gris es la teoría y verde el árbol de la vida, había dicho Goethe por boca del Diablo. Y Marx solía advertir que él no era marxista, anticipándose así a quienes iban a convertir el marxismo en ciencia infalible o religión indiscutible.
Carlos Marx y Federico Engels habían escrito el «Manifiesto comunista» a mediados del siglo diecinueve. No lo habían escrito para interpretar el mundo, sino para ayudar a cambiarlo. Un siglo después, un tercio de la humanidad vivía en sociedades inspiradas por este panfleto de apenas veintitrés páginas. El «Manifiesto» fue una certera profecía. El capitalismo es un brujo incapaz de controlar las fuerzas que desata, dijeron los autores, y en nuestros días puede comprobarlo, a simple vista, cualquiera que tenga ojos en la cara. Pero a los autores no se les pasó por la cabeza que el brujo pudiera tener más vidas que un gato, ni que las grandes fábricas pudieran dispersar la mano de obra para reducir sus costos de producción y sus amenazas de sublevación, ni que las revoluciones sociales pudieran ocurrir en las naciones que eran llamadas bárbaras, más frecuentemente que en las llamadas civilizadas, ni que la unidad de los proletarios de todos los países pudiera resultar menos frecuente que su división, ni que la dictadura del proletariado pudiera ser el nombre artístico de la dictadura de la burocracia. Y así, por lo que sí y por lo que no, el «Manifiesto» confirmó la más profunda certeza de sus autores: la realidad es más poderosa y asombrosa que sus intérpretes. Gris es la teoría y verde el árbol de la vida, había dicho Goethe por boca del Diablo. Y Marx solía advertir que él no era marxista, anticipándose así a quienes iban a convertir el marxismo en ciencia infalible o religión indiscutible.
Coartadas
Se dijo, se dice: las revoluciones sociales, atacadas por los poderosos de adentro y los imperialistas de afuera, no pueden darse el lujo de la libertad. Sin embargo, fue en los primeros tiempos de la revolución rusa, en pleno acoso enemigo, años de guerra civil y de invasión extranjera, cuando más libremente floreció su energía creadora. Después, en tiempos mejores, cuando ya los comunistas controlaban el país, la dictadura burocrática impuso su verdad única y condenó la diversidad como herejía imperdonable. Marc Chagall y Wassily Kandinsky, pintores, se marcharon y nunca más volvieron. Vladimir Maiakovsky, poeta, se disparó un balazo al corazón. Sergei Esenin, también poeta, se ahorcó. Isaac Babel, narrador, fue fusilado. Vsevolod Meyerhold, que había hecho la revolución en sus desnudos escenarios del teatro, también fue fusilado. Y fusilados fueron Nikolai Bujarin, Grigori Zinoviev y Lev Kamenev, jefes revolucionarios de la primera hora, mientras León Trotski, fundador del Ejército Rojo, caía asesinado en el exilio.
De los revolucionarios de la primera hora, nadie quedó. Fueron todos purgados: enterrados, encerrados o desterrados. Y fueron borrados de las fotos heroicas y suprimidos de los libros históricos. La revolución elevó al trono al más mediocre de sus jefes. Stalin sacrificó a los que le hacían sombra, a los que decían no, a los que no decían sí, a los peligrosos de hoy y a los peligrosos de mañana, por lo que hiciste o por lo que harás, por castigo o por las dudas.
Resurrección de Sandino
En 1933, los marines, humillados, se fueron de Nicaragua. Se fueron, pero se quedaron. En su lugar, dejaron a Anastasio Somoza y a sus soldados, entrenados por los invasores para ejercer la suplencia. Y Sandino, victorioso en la guerra, en la traición fue derrotado. En 1934, cayó en una emboscada. Por la espalda tenía que ser. —A la muerte no hay que tomarla en serio —gustaba decir—. No es más que un momentito de disgusto
Y pasó el tiempo, y aunque su nombre fue prohibido, y prohibida fue su memoria, cuarenta y cinco años después los sandinistas voltearon la dictadura de su asesino y de los hijos de su asesino. Y entonces Nicaragua, país chiquito, país descalzo, pudo cometer la insolencia de resistir durante diez años la embestida de la mayor potencia militar del mundo. Esto ocurrió a partir de 1979, gracias a esos músculos secretos que no figuran en ningún tratado de anatomía
Breve historia de la siembra de la Democracia en América
En 1915, los Estados Unidos invadieron Haití. En nombre del gobierno, Robert Lansing explicó que la raza negra era incapaz de gobernarse a sí misma, por su tendencia inherente a la vida salvaje y su incapacidad física de Civilización. Los invasores se quedaron diecinueve años. El jefe patriota Charlemagne Peralte fue clavado en cruz contra una puerta.
Veintiún años duró la ocupación de Nicaragua, que desembocó en la dictadura de Somoza, y nueve años la ocupación de la República Dominicana, que desembocó en la dictadura de Trujillo.
En 1954, los Estados Unidos inauguraron la democracia en Guatemala, mediante bombardeos que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones. En 1964, los generales que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones en Brasil recibieron dinero, armas, petróleo y felicitaciones de la Casa Blanca. Y algo parecido ocurrió en Bolivia, donde algún estudioso llegó a la conclusión de que los Estados Unidos eran el único país donde no había golpes de estado, porque allí no había embajada de los Estados Unidos. Esa conclusión fue confirmada cuando el general Pinochet obedeció la voz de alarma de Henry Kissinger, y evitó que Chile se volviera comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo.
Se dijo, se dice: las revoluciones sociales, atacadas por los poderosos de adentro y los imperialistas de afuera, no pueden darse el lujo de la libertad. Sin embargo, fue en los primeros tiempos de la revolución rusa, en pleno acoso enemigo, años de guerra civil y de invasión extranjera, cuando más libremente floreció su energía creadora. Después, en tiempos mejores, cuando ya los comunistas controlaban el país, la dictadura burocrática impuso su verdad única y condenó la diversidad como herejía imperdonable. Marc Chagall y Wassily Kandinsky, pintores, se marcharon y nunca más volvieron. Vladimir Maiakovsky, poeta, se disparó un balazo al corazón. Sergei Esenin, también poeta, se ahorcó. Isaac Babel, narrador, fue fusilado. Vsevolod Meyerhold, que había hecho la revolución en sus desnudos escenarios del teatro, también fue fusilado. Y fusilados fueron Nikolai Bujarin, Grigori Zinoviev y Lev Kamenev, jefes revolucionarios de la primera hora, mientras León Trotski, fundador del Ejército Rojo, caía asesinado en el exilio.
De los revolucionarios de la primera hora, nadie quedó. Fueron todos purgados: enterrados, encerrados o desterrados. Y fueron borrados de las fotos heroicas y suprimidos de los libros históricos. La revolución elevó al trono al más mediocre de sus jefes. Stalin sacrificó a los que le hacían sombra, a los que decían no, a los que no decían sí, a los peligrosos de hoy y a los peligrosos de mañana, por lo que hiciste o por lo que harás, por castigo o por las dudas.
Resurrección de Sandino
En 1933, los marines, humillados, se fueron de Nicaragua. Se fueron, pero se quedaron. En su lugar, dejaron a Anastasio Somoza y a sus soldados, entrenados por los invasores para ejercer la suplencia. Y Sandino, victorioso en la guerra, en la traición fue derrotado. En 1934, cayó en una emboscada. Por la espalda tenía que ser. —A la muerte no hay que tomarla en serio —gustaba decir—. No es más que un momentito de disgusto
Y pasó el tiempo, y aunque su nombre fue prohibido, y prohibida fue su memoria, cuarenta y cinco años después los sandinistas voltearon la dictadura de su asesino y de los hijos de su asesino. Y entonces Nicaragua, país chiquito, país descalzo, pudo cometer la insolencia de resistir durante diez años la embestida de la mayor potencia militar del mundo. Esto ocurrió a partir de 1979, gracias a esos músculos secretos que no figuran en ningún tratado de anatomía
Breve historia de la siembra de la Democracia en América
En 1915, los Estados Unidos invadieron Haití. En nombre del gobierno, Robert Lansing explicó que la raza negra era incapaz de gobernarse a sí misma, por su tendencia inherente a la vida salvaje y su incapacidad física de Civilización. Los invasores se quedaron diecinueve años. El jefe patriota Charlemagne Peralte fue clavado en cruz contra una puerta.
Veintiún años duró la ocupación de Nicaragua, que desembocó en la dictadura de Somoza, y nueve años la ocupación de la República Dominicana, que desembocó en la dictadura de Trujillo.
En 1954, los Estados Unidos inauguraron la democracia en Guatemala, mediante bombardeos que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones. En 1964, los generales que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones en Brasil recibieron dinero, armas, petróleo y felicitaciones de la Casa Blanca. Y algo parecido ocurrió en Bolivia, donde algún estudioso llegó a la conclusión de que los Estados Unidos eran el único país donde no había golpes de estado, porque allí no había embajada de los Estados Unidos. Esa conclusión fue confirmada cuando el general Pinochet obedeció la voz de alarma de Henry Kissinger, y evitó que Chile se volviera comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo.
Poco antes o poco después, los Estados Unidos bombardearon a tres mil panameños pobres para capturar a un funcionario infiel, desembarcaron tropas en Santo Domingo para evitar el regreso de un presidente votado por el pueblo, y no tuvieron más remedio que atacar Nicaragua para evitar que Nicaragua invadiera los Estados Unidos vía Texas. Por entonces, ya Cuba había recibido la cariñosa visita de aviones, buques, bombas, mercenarios y millonarios enviados desde Washington en misión pedagógica. No pudieron pasar más allá de la Bahía de los Cochinos.
Eduardo Galeano, Espejos
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