reclasificadoal manejo de armas e incorporarse a las tareas de combate contra la delincuencia organizada.
Aunque el propio Calderón señaló que la intención de esta medida es mantener la operatividad de los organismos del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicana
, es de suponer que, en caso de prosperar, la iniciativa tendrá el efecto contrario: el debilitamiento de los pilares técnico, administrativo y logístico de las fuerzas armadas; la introducción del desorden y el caos en la institucionalidad militar, y el riesgo de una dislocación mayúscula en su funcionamiento.
El argumento de que la reclasificación
del personal de servicio ahorrará tiempo y recursos al Estado, toda vez que ya cuenta con formación militar
, resulta cuando menos cuestionable: si bien es cierto que quienes se dedican a las tareas mencionadas tuvieron que recibir entrenamiento castrense alguna vez, si la modificación referida resultase aprobada, nada garantizaría que se encontraran en forma y condiciones para combatir cuando fuesen requeridos para ello. La aprobación de la propuesta supondría, pues, un factor adicional de debilidad de las fuerzas públicas frente el poder de fuego de las organizaciones criminales y provocaría un mayor deterioro de las corporaciones militares del país, en un momento en que su sentido y funcionamiento se encuentran distorsionados –con la decisión de mandarlos a la calle a cumplir con tareas que les son constitucionalmente ajenas– y en el que el respeto y la confianza que les dispensó históricamente la población se han empezado a convertir, en varios puntos del territorio nacional, en temor y repudio.
Por lo demás, la afirmación presidencial de que la medida comentada se aplicaría sólo en situaciones de emergencia
vuelve a poner en evidencia una desarticulación entre el discurso oficial y la realidad. En el momento presente, la multiplicación de la violencia y las afectaciones a la seguridad pública, la elevada cuota diaria de muertes y otros delitos asociados al narcotráfico, la proliferación de casos de atropellos y asesinatos de civiles a manos de uniformados –policías o militares–, entre otros elementos, configuran una situación de emergencia que no es nueva –se ha mantenido desde que se implantó la actual estrategia de seguridad, hace casi cuatro años– y que no desaparecerá con la intensificación del uso de la fuerza militar para hacer frente a los problemas de seguridad pública y de legalidad. Por el contrario, tal crisis se hará más aguda.
La catastrófica circunstancia nacional hace urgente que el gobierno emprenda un cambio de fondo en su fallida estrategia de seguridad y de combate a la delincuencia, y ello tendría que incluir la liberación de las fuerzas armadas de las tareas policiales que les han sido impuestas. En cambio, la decisión de mantener y ampliar la presencia de la fuerza militar en las calles –para colmo, con la incorporación de personal ajeno a las tareas de combate– pondría a la institucionalidad castrense en el riesgo de una desarticulación y un descrédito mayúsculos.
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