Tlaskamati

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Esclavos del narco.. víctimas de la guerra fallida

Jornaleros engañados. Cara necesidad.

Los contratan para sembrar árboles, pero cultivan mariguana


Para llegar al poblado hay que recorrer 30 minutos por una carretera a doble carril. El sitio es apacible, con viejas casonas y modernas construcciones. Pocas calles cruzan el poblado de norte a sur y de oriente a poniente. Ninguna de ellas está pavimentada ni recubierta con asfalto. Todo es balastre.

El poblado es ocupado por matrimonios de jornaleros, cuyos hijos mayores trabajan en los campos, principalmente en el corte de mango de exportación. Por eso, todos conocen las labores del campo. Prácticamente se destetan diestros en el paleo y uso del azadón. El desyerbe y andar a gatas, en cuclillas o agachados sobre el surco, es para ellos una tradición familiar que inició hace ya más de 70 años.

Por eso, ellos conocen la tierra. Por eso, su trabajo es el campo y en cualquier campo las pueden, dicen los lugareños que aceptan hablar a condición de no ser identificados ni especificado el rancho en donde viven. Y tienen una razón para mantener esa secrecía: algunos de sus familiares cercanos o lejanos son aún esclavos del narco en la sierra.

Ellos dicen no saber si aquellos ya murieron en la refriega que se soltó en medio del sembradío de mota entre los militares y quienes los esclavizaron, porque allá, en el cerro, en lo alto, entre Chihuahua, Durango y Sinaloa, los teléfonos no sirven y no hay forma de salir, a excepción de contar con la venia y guía de Dios o con las patas por delante, en un ataúd.

Los que se reúnen a contar la tragedia que entristece los hogares de sus tíos o primos, cuentan que los que se fueron se gastaron sin cortapisa lo que ganaron con casi dos meses cosechando a mano las más de 43 mil toneladas de mango ataulfo, ken o keitt.

No ahorraron para esperar a septiembre, para cuando pasaran las lluvias tardías y comenzar a trabajar en el trasplante de hortalizas. Por eso estaban desesperados cuando las camionetas de lujo llegaron y se apearon en el abarrote aquellos jóvenes y ensombrerados personajes. Dijeron estar buscando jornaleros jóvenes, reservados y diestros en la siembra.

Les ofrecieron un trabajo por algunos meses a cambio de buena paga. Comida y techo, lo suficiente. La cosa era fácil porque solo con la luz del sol trabajarían sembrando árboles en un rancho de la sierra.

Muchos sospecharon que era el narco el que los contrataba y decidieron alejarse del lugar, así sin más. Solo dieron unos pasos hacia atrás y no voltearon.

Pero 15 de sus parientes sí aceptaron. Acordaron la paga por sembrar árboles en un rancho de la sierra, llenaron mochilas, se despidieron de sus padres y se montaron en la caja de la camioneta de lujo.

Dejando polvareda en el pueblo, la camioneta se retiró para ya no regresar al menos hasta ahora.

Los que se fueron llevaban celulares, pero los teléfonos no son respondidos. El silencio los arropó como si la tierra se los hubiese tragado. No dejaron dirección ni tampoco rumbo por dónde ser buscados. Solo dijeron que iban a la sierra y la sierra se los había tragado.

Para entonces las familias ya estaban más que nerviosas. Y ni modo de denunciar los hechos porque para ellos los que se fueron estaban en manos del narco, bajo contrato del narco. Si denunciaban y estaban vivos, la querella les pondría la bala en la cabeza, y si estaban muertos ya sabían que nunca serían localizados porque jamás lo ha hecho la Procuraduría General de Justicia del Estado. Por eso aquellas madres desconsoladas se mordieron los labios y en silencio oraron. Solo les quedaba Dios y a él recurrieron, doliéndose por no haber detenido al hijo, que preso de la avaricia, de vivir las emociones del narco, había abandonado la casa paterna en el rancho.

Mientras ellas oraban en la ciudad, en el templo, en el poblado tres jovencitos se agazapaban en el monte. Temían llegar con luz al poblado y esperaron la complicidad de la noche. Se arrastraron hasta llegar a su casa y sorprendieron a todos por su apariencia: ojos hundidos, pómulos saltados, labios curtidos, manos manchadas de verde hasta la cutícula. Escuálidos como náufragos. Harapos como ropas. No contaron nada. Solo se abrazaron con sus hermanos y padres y en silencio lloraron. Esa noche descansaron con los ojos abiertos al cielo frío y estrellado.

Después contaron que trabajaban de sol a sol, sin más paga que insultos, culatazos y riflazos en la cabeza, espalda, estómago y en las nalgas. Por comida, maíz cocido, solo maíz con agua.

Pero esa tarde los soldados llegaron. Balaceras por donde quiera. Sus cuidadores huyeron, tiraron los rifles, abandonaron la siembra. Cada quien por su lado. Ellos tres se encontraron y decidieron bajar las montañas. En menos de una semana llegaron a su casa.

El fin de semana, la Novena Zona Militar informó que en acciones diversas había decomisado, armas, drogas desde Choix hasta Escuinapa. No reportó bajas.

Luis Fernando Nájera

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