Tlaskamati

sábado, 27 de marzo de 2010

El llamamiento espontáneo





La escalera del deseo

Augusto Isla

Que hombre más guapo!", exclamó una mujer refiriéndose a mi padre que, encaramado en la plataforma de un camión, representaba al archiduque Maximiliano de Habsburgo en la famosa cabalgata que cada 23 de diciembre recorría las calles principales de Querétaro, mi ciudad natal. Querétaro: el último refugio del Segundo Imperio, donde el austríaco pasó sus días postreros, agobiado por el ejército republicano, la disentería y acaso el arrepentimiento de haber emprendido tan descabellada aventura. Él, el engañado; el títere de un imperio, de su mujer; él, víctima de su ineptitud y su delirio, ¿se deleitó siquiera alguna vez, por instantes, con esos crepúsculos que maravillaron a Borges? Entre compadecida y reaccionaria, la ciudad prodigó sus afectos al emperador, que acabó siendo parte de su patrimonio turístico. Aquí durmió, aquí lo juzgaron, aquí fue fusilado. El príncipe dejó su huella. Conozco gente que todavía hoy ordena la celebración de una misa para recordar su muerte.

Mira que un hombre tan hermoso, tan inteligente venir a morir aquí, en un país lejano, de gente tan ingrata y a manos de un indio hereje que no se conmovió con las lágrimas de la princesa de Salm Salm ni con la presencia de los pequeños hijos de Miramón. Razón tiene el señor obispo en decir que cuando Juárez murió las puertas del infierno se abrieron de par en par. Con discursos semejantes crecí y —no lo niego— la biografía del distraído Habsburgo excitó mi fantasía adolescente: una hermosa pareja de enamorados dispuesta a abandonar un castillo de ensueño para salvar a México de la ignominia. Ayuna de una cultura laica, de buenas escuelas públicas, la ciudad de Querétaro propiciaba esos desvaríos.

Mi admiración a Juárez llegó tarde, nacida de una curiosidad más cercana a la indagación histórica que a una memoria colectiva adocenada por el embalsamamiento virtual del héroe zapoteco; por ese culto a su narciso que contamina a México con imágenes casi todas horrendas, destacando entre ellas la que el gobierno federal erigió en Querétaro en 1967 para conmemorar el centenario de la restauración de la República.



Nada tengo contra el mármol, la piedra, el bronce, el lienzo; con ellos se esculpe y dibuja el evangelio cívico. Juárez está bien allí, erguido, impasible, siempre idéntico a sí mismo, fiel a su investidura, como lo pide el mito fundacional. Pero nada me dice —el icono por excelencia de nuestra historia— sobre la verdad o al menos un poco de certidumbre. Y si a tal compulsión idólatra se añaden las complejidades del personaje y los enredos de su tiempo, la dificultad de la pesquisa crece. Aún estando en vida don Benito, en 1870, Manuel Payno pronostica el juicio contradictorio que, acerca del hombre de Guelatao, nos daría la posteridad. Por un lado, aparecería como quien se alzó con el poder y estableció la dictadura atacando en su base y en sus más esenciales fundamentos la carta constitucional; por otro, surgiría radiante como la mano prodigiosa que separó Iglesia y Estado, como el representante digno del progreso, justo, firme, lleno de fe, que combatió inflexible con los enemigos de la patria. Sin embargo, Payno confiaba en que un día Juárez tendría su vestido propio, sus propias dimensiones, su tono y colorido verdaderos y naturales. Al parecer, ese día no ha llegado. Recientemente, dos de los personajes públicos más importantes de nuestra vida pública han esgrimido sus diferencias empleando, simbólicamente, la figura de Juárez; uno, despreciándolo; el otro mostrando en un templete su retrato. Con Juárez en el centro de sus disputas, ambos, además de haber hecho el ridículo, han puesto en evidencia la carencia de un consenso de gratitud.

No faltan historiadores y biógrafos en busca de equilibrios. Pero si de suyo la materia histórica no los obsequia, semejante pretensión sólo da pie a valoraciones espurias o bien a disparates, como el de Rabasa quien yuxtapone dos palabras enemigas para definir al Benemérito. ¿Un dictador democrático? ¿Democrático sin instituciones viable, sin esos acuerdos fundamentales que a gritos reclamaba Mariano Otero? Tal vez dictador lo fue, más no en el sentido abominable de las dictaduras totalitarias contemporáneas, sino en el de la antigua Roma, institución merced a la cual se concedían poderes excepcionales a un hombre para ocuparse de los asuntos públicos en situaciones de emergencia, como los que otorgó el Senado a Pompeyo para combatir a Mitrídates y de cuya defensa se hizo cargo Cicerón en su primer discurso público. Como presidente, Juárez gozó, por así decirlo, de facultades extraordinarias en varias ocasiones, pero afortunadamente también supo renunciar a ellas; más aún, de buena o mala gana compartió el poder con el Congreso que no dejó de hostilizarlo e, incluso, con nefastos caciques regionales como Vidaurri.

Pasiones, imprecisiones, lugares comunes tejen el enigma de ese gran señor mexicano. El lugar más común: acaso el relato de una vida que va de la humildísima cuna al más alto sitial, merced a la educación; ésta favorece, es verdad, la movilidad ascendiente, pero no en toda circunstancia. Basta ver hoy a millones de jóvenes bien formados, pero a la deriva, sin porvenir alguno. Ciertamente, la educación del oaxaqueño era notable para su tiempo, así diga Altamirano que era escasa e imperfecta. Las disciplinas humanísticas —filosofía y jurisprudencia— dieron claridad a su mente; las lenguas le abrieron ventanas al mundo. Pero en el ascenso de nuestro personaje influyeron también la protección bondadosa de los desconocidos como Antonio Salanueva y la fuerza tutelar de las nuevas fraternidades —como la masonería— que brotaron en medio de aquella "sociedad enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones", a decir del propio Juárez en Apuntes para mis hijos.

En la palabra "preocupaciones" se condensa tanto la formulación de la crítica a su tiempo como la construcción del nuevo sujeto ético que encarna en él, e incluso su concepción pedagógica. En varias cartas dirigidas a su yerno, Pedro Santacilia, a cuyo cargo estuvo su familia durante la intervención francesa, alude a ellas como una esclavitud del alma, pues ya le recomienda que "cuide que sus hijos se impregnen de las preocupaciones que producen las prácticas supersticiosas, ya le suplica que no los ponga "bajo la dirección de ningún jesuita ni de ningún sectario de alguna religión, que aprendan a filosofar, esto es, que aprendan a investigar el porqué o la razón de las cosas para que en su tránsito por este mundo tengan por guía la verdad y no los errores y preocupaciones que hacen infelices y desgraciados a los hombres y a los pueblos". Digamos que su mentor, Antonio Salanueva, representa ese momento de transición en el cual un mundo caduca y otro despierta, pues "aunque muy dedicado a la devoción y las prácticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud". Juárez, en cambio, encarna, sin ambigüedades, el nuevo ethos, no obstante los resabios de un vocabulario católico, manifiesto en palabras como sagrado, providencia, el todopoderoso sacrificio… La laicidad que vive y proclama funda un nuevo sujeto ético, basado en la libertad de conciencia y la igualdad ciudadana. Ese ethos no configura propiamente un sistema, sino un conjunto de principios que nutre una nueva espiritualidad no inscrita ya en la religión sino en el discernir filosófico, en la razón, en una exigencia de lucidez.

Me atrevo a pensar que su orfandad familiar propicia su libertad. No camina hacia ella; avanza en ella. Se fuga para encontrarse. No es un hombre de fe, sino un hombre de deseo. Deseo como el esfuerzo de la humana criatura por "perseverar en su ser", según palabras de Spinoza. El deseo lo mueve a ser alguien, por algo, para los otros; el nuevo ethos lo ilumina: es rudimentario pero suficiente; le exige ser virtuoso, reflexivo, sin prejuicios, despreocupado, observante de la ley, patriota, cumplidor del deber; todo eso que lo convierte en buen hombre y buen ciudadano, rebelde contra las injusticias, con la opresión de lo que él llama "las clases privilegiadas". Asido de ese ethos —liberal y masónico a un tiempo—, gana fama y escala todos los peldaños hasta llegar a ser el primero entre los suyos. La biografía moral de Juárez describe la persistencia de hábitos y gestos: es puntual, austero; viste siempre de negro, como un ave solemne y triste, pues ese ethos, aunque con nuevas raíces, conserva esencias puritanas.

Pero cuando alcanza la cima, el ethos liberal se estrella contra la razón de Estado, que le impone sus cóleras, sus tribulaciones, sus excesos. Queda poco de aquel ethos de juventud, algunas astillas. Sobre sus hombros enlutados lleva la República, con dolor, pues dada la gravedad de las circunstancias "el poder nada tiene de halagüeño", según su propio dicho. Por la razón de Estado —entiéndase la salud de la República—, descarga golpes sobre el espíritu de sus amigos y adjetiva con crueldad su legítima disidencia, pero también sobre la carne de sus adversarios. Sus últimos días como gobernante fueron amargos. No consiguió ni paz ni desarrollo. El bandolerismo, las sublevaciones militares, la economía devastada, la desconfianza del capital extranjero pusieron a la defensiva al estadista constructor. Tal vez a su pesar, respondió con violencia excesiva. Lo imagino exhausto, en un callejón sin salida; no podía gobernar a sus anchas, ni entregar el poder: adivinaba la crueldad de los militares y la debilidad de los civiles.

Intento en balance. Desde la cumbre de la razón de Estado destruye y crea, con un instinto crecido de estadista. Para comenzar, y a despecho de la ternura que algunos le atribuyen, destruye a su familia; lejos de su patria, Margarita le confiesa cuán desgraciada es por la pérdida de dos de sus hijos. Que nadie me venga con el relato edificante del buen esposo y buen padre. Por algo Sófocles contrapuso los intereses de la polis y los del oikos, Creonte representaba los unos; Antígona, los otros. Los órdenes de la ciudad y el hogar suelen plantear dilemas desgarradores. No se trata de arrojar piedras de culpa sobre nadie: son simplemente las fatalidades de la humana tragedia. Juárez deseaba una patria feliz, pero tuvo que sacrificar la dicha de los seres más amados.

He dicho que destruye y crea instituciones que son la columna vertebral de nuestra vida civilizada. Admitamos que ni las ideas ni el programa son suyos. Como lo sostiene Carlos Pereyra, estaban allí, esperando su acometida. El programa de reformas de 1833 anticipa las leyes de 1859: la libertad de opiniones, la abolición de los privilegios del clero y la milicia, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la erradicación del monopolio del clero en la educación… Pero sólo el genio político de Juárez entendió el kairos, el momento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico. Cuando suscribe las leyes de Reforma, Juárez no extiende brazo y mano con esa firmeza inhumana con que José Clemente Orozco lo pinta, como si la extremidad grotesca no le perteneciera; lo hace en cambio con mano trémula, de político sabio. Los que le rodeaban entonces, desesperaban por la demora, porque no eran ellos quienes asumían tan grave responsabilidad, porque no eran ellos los mediadores entre el ideal y la práctica política. Honda reflexión, largos insomnios debieron haber precedido una determinación de ese vuelo. Está en juego el alma del estadista, del gran pastor de la República, esa misma alma múltiple que han plasmado en muros y lienzos los artistas de México: el Juárez altivo de González Camarena, el Juárez combativo de Méndez, el Juárez pleno de sosegada belleza, como lo vio Pelegrin Clave, el que está en medio de los talentos devastadores de Ramírez y Altamirano según la insidiosa mirada de Diego Rivera. Aunque ningún hombre se atreve a decir todo sobre sí mismo, es una lástima que sus Apuntes para mis hijos se hayan detenido en 1857; de haberlos continuado, lo comprenderíamos mejor.

No puedo evitar compadecer a Juárez, al propio tiempo que admirarlo. Lo admiro como debe admirarlo cualquier mexicano bien nacido, por haber colocado los cimientos de ese Estado nacional laico que nos preserva, de una tolerancia que a todos permite construir libre y dignamente su vida. Ni siquiera veo en su liberalismo "la falla mayor" de excluir a los indígenas en su tradicional vivir y a los conservadores. Excluir no es palabra. Don Benito los combate, porque ambos se oponen a su idea de una nación moderna, fuerte y próspera. En la famosa carta que dirige a Maximiliano, se refiere a sus orígenes, a esas "masas oscuras del pueblo" de donde había salido: oscuridad que quiere decir ignorancia, miseria, usos y costumbres que inhiben la libertad de la persona. La mentalidad conservadora tanto de los indígenas como de los monarquistas y clerofílicos retardaban la modernidad. No lo culpemos por tales consideraciones. Después de todo, ningún hombre puede rebasar ese absoluto que delimita su tiempo; nacemos, vivimos y morimos humillados bajo ciertas formas de entendimiento que a menudo la posteridad juzga alevosamente.

Tampoco veo en él un anticlerical, sino a un anticlericalista que se opuso a una equivocada voluntad de dominio: al separar a la Iglesia del Estado, restituyó a ambos poderes, religioso y político, su independencia recíproca. A la postre, a ambos favoreció. Nada más ni nada menos.

Y lo compadezco porque, fiel a mi talante romanticista, comparto su sufrimiento, su exilio, su radical soledad, ya torciendo puros, ya abriendo caminos de la patria en mitad de un campo enzarzado, ya con el pecho llagado en el último intento de dar vida a su corazón moribundo; porque también quisiera estar seguro de que ese héroe trágico que nos dejó tan altos legados de laicidad y tolerancia, conoció también los momentos perfectos que producen la dicha de vivir.

No hay comentarios: