Los estudios son tantos, en fin, y sus -conclusiones se airean con tanta alegría y, a menudo, con tan escaso rigor (supongo que los investigadores necesitan llamar la atención para seguir consiguiendo fondos), que de su lectura se deduce que somos una especie de robots orgánicos. Y lo peor es que todo esto, todo este biologismo exacerbado, puede tener consecuencias.
El año pasado se publicaron dos estudios semejantes, uno en EU y otro en Canadá, sobre unos experimentos realizados con estudiantes universitarios. La cosa consistía en que los estudiantes tenían que resolver un serie de problemas matemáticos; se les dijo que, por un error informático, podían consultar las respuestas sin que nadie se enterase, pero se les pidió que no las mirarán: Previamente, la mitad de los sujetos había tenido que leer un texto en que se aseguraba que la gente culta no creía en el libre albedrío. ¿Adivinan ya lo que sucedió? Pues que el grupo que había leído el texto que negaba el libre albedrío hizo muchas más trampas.
Tampoco sé si estos resultados son del todo fiables; pero, si lo son, dibujan un panorama social inquietante. Vivimos en un mundo en el que hablar de la responsabilidad personal y del propio deber no está muy de moda. Incluso se considera antiguo, un poco represivo, tal vez reaccionario. Y encima, se nos bombardea todos los días con un cientifismo light que nos repite que nuestra voluntad es un espejismo y que estamos biológicamente programados. Es como la conocida fábula de la rana y el alacrán. Es un permiso tácito para poder picar el lomo de la rana que nos está sirviendo de barca. Picar y decir: no lo puedo remediar, es mi naturaleza. Picar y por consiguiente suicidarnos.
Pero a mí el alacrán siempre me ha parecido un completo imbécil. Y es imbécil precisamente porque es malvado: soy de los que creen que puede haber verdadera sabiduría sin bondad (pero ésa es otra historia). En cualquier caso, tengo claro que el alacrán elige, pese a lo que diga; como también estoy segura de que los humanos elegimos. Obviamente somos hijos del azar y no controlamos lo que sucede. A veces el abanico de posibilidades es ínfimo, pero siempre hay un pequeño resquicio, alguna opción. Un preso judío sometido al horror de un campo de exterminio nazi, por ejemplo, poco puede hacer en apariencia, salvo sufrir y morir. Y sin embargo, como demuestran los testimonios de gente que pasó por esa terrible experiencia, incluso ahí, en ese desolado extremo de la vida, hubo gente-que mantuvo la generosidad y la entereza y ayudó en lo posible a sus compañeros, y otros, en -cambio, sólo atinaron a sacar lo peor de sí mismos. Sí, siempre hay elección, por diminuta que sea. Y en ese leve espasmo de nuestra voluntad, nos jugamos la dignidad y la vida.
Rosa Montero
Editora Demar
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