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sábado, 14 de febrero de 2009

Charles Darwin, el observador paciente



Tal vez interesado en alcanzar la mayor precisión posible en sus deducciones o dudoso del impacto que sus propuestas tendrían en la comunidad científica, en la Iglesia y en la sociedad, Charles Darwin tardó más de 20 años en dar a conocer su teoría de la evolución contenida en El origen de las especies.

El afán de observación pausada, de descripción minuciosa y de actuar con cautela y con racionalidad sería una característica fundamental no sólo del gran proyecto de este naturalista inglés, sino un rasgo que definió su vida. Así lo dejaría ver, por ejemplo, en la introducción de su trabajo cumbre, al afirmar: “Este resumen que publico ahora tiene, necesariamente, que ser imperfecto. (…) Nadie puede sentir más que yo la necesidad de publicar después detalladamente, y con referencias, todos los hechos sobre los que se apoyan mis conclusiones, y espero hacerlo en una obra futura”.

Hijo del doctor Robert Waring Darwin y de Susannah Wedgwood, Charles Robert Darwin nació en Shrewsbury, Inglaterra, el 12 de febrero de 1809, exactamente el mismo día que quien se convertiría en el decimosexto presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln. Su madre murió cuando él contaba apenas ocho años de edad y su padre se erigiría en una voz de mucho peso, de la cual en ocasiones tendría que alejarse para poder tomar sus propias decisiones.

En línea con la tradición familiar, empezó a estudiar Medicina en Edimburgo. No obstante, gracias a la influencia de su abuelo, Erasmus Darwin —quien había escrito el libro Zoonomia o las leyes de la vida orgánica—, así como del biólogo Robert Edmond Grant y del académico Jean-Baptiste Lamarck, había cultivado un enorme gusto por la naturaleza que lo llevó a abandonar la carrera de galeno en 1826.

Dos años más tarde inició el curso de Teología en el King’s College de Cambridge. Ahí conoció otras dos figuras que alentarían su vocación por la ciencia: el botánico John Stevens Henslow y el geólogo Adam Sedgwick.

Pronto, en 1831, se presentaría una oportunidad irrepetible. Una expedición científica alrededor del mundo se preparaba para salir y requería cubrir, sin paga, una plaza de naturalista. De tal suerte, luego de ganar el respaldo de su padre y de la acomodada posición económica familiar, el 27 de diciembre el joven Darwin zarpó en el Beagle a un viaje de un lustro que abarcó el océano Atlántico, las costas de Brasil, el estrecho de Magallanes, Chile, Perú, las islas Galápagos, el Pacífico, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica.

Los datos y los materiales recabados durante ese recorrido se convertirían en la materia prima de la teoría darwinista. A contrapelo de la noción aceptada hasta entonces, es decir, que todas las especies habían sido creadas de una sola vez y que descendían directamente y sin variación de la pareja original, el inglés se preguntaba por qué dos individuos de una misma especie que habitaban lugares distintos poseían, al mismo tiempo, elementos comunes y aspectos que los diferenciaban.

Variabilidad parecía una palabra clave. De vuelta en Gran Bretaña, Darwin se dedicó a criar animales domésticos y plantas y a analizar las modificaciones que surgían de una generación a otra. En ese proceso notó que las variaciones entre los miembros de una especie aparecían por causa del entorno natural.

Por último, con base en la idea de la “lucha por la existencia” expuesta por Thomas Malthus en su Ensayo sobre el principio de población, logró explicar que los cambios se daban naturalmente con el propósito de que los organismos se adaptasen al medio y sobreviviesen. De esa forma, mientras los individuos y las especies más aptas se conservaban, las menos aptas tendían a extinguirse. El científico, para ese momento casado con su prima Emma Wedgwood, hallaba sustento para muchas de sus conjeturas pero, consciente de que cimbrarían la visión creacionista defendida por el poderoso clero, optaría por mantenerlas en la sombra por algunos años.

En 1858, sin embargo, un acontecimiento sacudiría al propio Darwin. Otro naturalista, el joven Alfred Russel Wallace, que realizaba investigaciones en el archipiélago malayo, le envió un manuscrito en el que desarrollaba conclusiones muy similares a las suyas acerca de la evolución de los seres vivos. Movido por ese hecho y aconsejado por sus amigos, Darwin acordó con Wallace leer ambos estudios frente a los integrantes de la Linnean Society a fin de que los dos recibieran crédito por sus respectivos trabajos y, finalmente, decidió dar a conocer su teoría.
Fue así que hace casi 150 años, en noviembre de 1859, El origen de las especies vio la luz. Los mil 500 ejemplares de la primera edición se agotaron en un solo día; el segundo tiraje, de 3 mil volúmenes, en menos de una semana.

Justo como Darwin lo había previsto, la obra despertó críticas. Uno de sus principales detractores fue el arzobispo de Oxford, Samuel Wilberforce, quien vio en los postulados darwinistas un ataque a las enseñanzas bíblicas sobre el origen del mundo y del ser humano. En 1947, empero, la Iglesia católica reconocería el carácter metafórico, no literal, del relato de la creación presente en el Génesis.

Habría también otras malas interpretaciones. Una muy arraigada fue la aseveración de que “el hombre desciende del mono”, cuando lo que se plantea en realidad es que los dos provienen de un antepasado común. Otra más fue la tergiversación del principio de la supervivencia del más apto para justificar la explotación o la existencia de sociedades clasistas. Al respecto, autores como Adrian Desmond y James Moore incluso refutan que el naturalista impulsara algún tipo de “darwinismo social” y aseguran que promovió la igualdad.

Darwin, en todo caso, permaneció alejado de la polémica, continuó laborando a pesar de una enfermedad no diagnosticada y publicó, entre otros, el célebre libro El origen del hombre y la selección sexual (1871).

Murió el 19 de abril de 1882 a los 73 años de edad. A manera de reconocimiento, sus restos fueron enterrados en la abadía de Westminster cerca de la tumba de Isaac Newton y su legado a las ciencias naturales permanece firme. No obstante, a 200 años de su nacimiento, quizá el mejor homenaje que se le pueda ofrecer sea tomar en serio uno de sus últimos apuntes: que todo hombre, aun “con todas sus nobles cualidades”, “con su intelecto, que parece divino”, “sigue cargando en su condición corporal el sello indeleble de su modesto origen”.

Esto es, que todo ser humano no es más que un organismo vivo que habita este planeta y que todos, como especie, podemos adaptarnos al medio respetando el equilibrio ecológico o, de lo contrario, podríamos condenarnos a desaparecer.

mauricio.torres@eluniversal.com.mx

Coeditor de Opinión de EL UNIVERSAL

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