Tlaskamati

sábado, 29 de noviembre de 2008

Yo no lo sé de cierto, lo supongo...

¡Sabines al poder!

Esta crónica forma parte del libro Escribir, por ejemplo (FCE, 2008), en el que se muestra el renovado entusiasmo de un lector acucioso por autores como Rulfo, Monterroso y Fuentes.

Si la poesía convoca multitudes no todo está perdido. En la explanada de Bellas Artes, ante la pantalla, los que no alcanzaron a entrar aguardan. Colas, expectativas de regocijo, las seiscientas sillas ocupadas, y tal vez mil personas de pie. Un gran número de los asistentes no frecuenta la poesía (esto de algún modo se reflejaría en la venta de libros), pero están al tanto de un escritor al que, por así decirlo, desde el primer momento se ha releído. Si les preguntan, algo innecesario, se confesarían inscritos en la Orden de los Amorosos, de los que, inesperadamente en el fin del siglo XX, le atribuyen a las imágenes literarias el don de las metamorfosis, mientras abordan la poesía instantánea para elogiar a los poemas. “Híjole, qué lástima que no traje mi caudal de lágrimas.”

Jaime Sabines nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1926, y desde hace treinta años, por lo menos, abundan las menciones sobre su compromiso con los alimentos terrestres, su vitalismo, su fervor filial, su poderío sentimental. Es un poeta popular, pero nadie con mínima sensatez le disminuye sus méritos. Así por ejemplo, el público de Sabines, como suele suceder, le pertenece de manera única, y la mayoría llegó a esta obra de modo inesperado, un amigo le recomendó al adolescente Nuevo recuento de poemas, o en una noche agitada por la pasión inesperada (literaria) ella escuchó Algo sobre la muerte del mayor Sabines, o fue a un café y alguien musicalizó “Con los nervios saliéndome del cuerpo”, o su novia le regaló como de su inspiración los versos que más tarde supo propiedad de Sabines, o vio Amor libre, de Jaime Humberto Hermosillo, y se fijó en la secuencia donde Julissa y Alma Muriel se acercan devotamente a “Los amorosos”, o ha oído el disco Tarumba de Hebé Rosell, o se ha incorporado al circuito donde la poesía es red de los secretos que sólo se comparten en pareja. Jaime Sabines es un pacto nacional que suscriben poetas, estudiantes, intelectuales, prófugos de la abogacía, entusiastas del bolero, políticos, burócratas, periodistas. Luis Donaldo Colosio, que pudo ser presidente de la República, memorizó poemas de Sabines; tu vecino lee a Sabines en las tardes lluviosas… Y de Sabines cada quien extrae lo que le es fundamental: los versos que ablandarán el corazón de piedra, el gusto por la soledad que se deja invadir por las palabras, el orgullo de la región, el túmulo verbal para los seres queridos… Yo no lo sé de cierto, lo supongo.

El recital no empieza, pero no hay impaciencia. No tiene caso si el espectáculo es único: Sabines no volverá a cumplir setenta años, y dentro de una década el recital exigirá espacios más amplios… Los tres mil ocupantes de las butacas del Palacio ven levantarse el telón de cristal y, al alzarse el segundo telón, el misterio de lo previsible acontece: allí está Jaime, en su silla de ruedas, antecedido por un escritorio y rodeado por dos columnas de mármol rematadas por tributos florales. El aplauso es largo, conmovedor. No sin dificultades el poeta se incorpora, y al cabo de los minutos, con voz entrecortada, asegura: “Estos aplausos lo lastiman a uno… Ya lo dijo Daniel Leyva: Son festejos más que homenajes. Empiezo con mi tarjeta de presentación”.

Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo
[y agua y viento
que en la primera generación del
[hombre pedía a Dios.

El público se reconcentra en el silencio y hereda de golpe el arrebato de aquellas salas colmadas que desprendían de los poetas las voces de la grandeza que inesperadamente nos habita. En sentido estricto, Sabines se beneficia del legado de los poetas modernistas, que a fines del siglo XIX y principios del XX animan a sus lectores y oyentes, imprimiéndoles el sello de lo inefable: el estremecimiento que certifica la espiritualidad fuera de las iglesias.

Sabines es antideclamatorio y, como lo probó su lectura del portentoso texto de Juan Rulfo en la película La fórmula secreta, de Rubén Gámez, su técnica radica en el tono desdramatizado. Lee conversadamente, sin mayores énfasis, sin arrebatos de la inspiración, y al hacerlo, queriéndolo o no, subraya el sentido que le adjudica a los textos, aclarando su sonoridad interna y, sin exaltarla, la índole de su lirismo. Sigue ahora “Uno es el hombre”, y uno es también el poeta y el lector y el delegado un tanto al azar del género humano:

Uno es el hombre.
Uno no sabe nada de esas cosas
que los poetas, los ciegos,
[las rameras,
llaman “misterio”, temen
[y lamentan.
Uno nació desnudo, sucio
en la humedad directa,
y no bebió metáforas de leche,
y no vivió sino en la tierra.
(La tierra que es la tierra y es el cielo
como la rosa, rosa pero piedra.)

Es aun paradójico que el más opuesto a la condición tradicional del poeta sea uno de los poetas por antonomasia de México. Anuncia “Los amorosos”, y la ovación se prolonga, y facilita las comparaciones con un concierto de música popular. ¡Qué notable! El poema resiste al desgaste; no lo han pulverizado la nube de los declamadores ni su uso tan extendido en los pormenores de la seducción a la antigua. Los amorosos se ponen a cantar entre labios/ una canción no aprendida. La emoción de los presentes es genuina, y mis preguntas mentales inevitables: ¿Cómo se posesionan de la poesía aquellos que sólo por excepción la toman en cuenta? ¿Cuáles son los textos que igual admiten análisis especializados y los deslumbramientos del acercamiento a la poesía, por parcial que resulte?

Sabines es un maestro de la reelaboración estética de lo cotidiano (hechos, reflexiones, sensaciones). En su selección, hay relatos, momentos de la idea de la vida como sueño amoroso, cuentos minimalistas. “La cojita está embarazada” (de La señal, de 1951) es un relato casi lorquiano, donde la compasión adquiere su sentido original, el padecer con otros. El público —tal y como se infiere si uno se considera a sí mismo representativo— se maravilla al deslizarse lo lírico en lo cotidiano, y toca el cielo al alcance con “Tía Chofi”: “Amanecí triste el día de tu muerte, Tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor”. Nadie como Sabines para adentrarnos en esa única familia a la que todos pertenecemos. Y los lectores/asistentes adoptan a la Tía Chofi, y la localizan por doquier en sus recuerdos:

Ha de haberse hecho el cielo ahora
[con tu muerte,
y un Dios justo y benigno ha de
[haberte escogido.
Nunca ha sido tan real eso en lo
[que tú creíste.

Sabines ni discute ni acata las creencias, que en su poesía circulan como ramas del árbol genealógico, nociones de identidad del pasado, claves de algunas zonas del porvenir donde proseguirá el sentido de los versos: “…Porque tu virginidad fue como una preñez de muchos hijos”. Sabines lee admirablemente, se conmueve sin necesidad de exaltación, y, al prescindir del énfasis, ilumina su obra dotándola de esa gran reticencia que es la voz tranquila. En la sala la poesía recobra su imperio, y los personajes fundamentales se desplazan sobre la faz de las aguas. Dios, desde luego, que está porque estuvo y estará, no el Dios de los dogmas sino el que surge de las interrogantes, el de la permanencia del asombro que funda las religiones, el Dios que es incluso sinónimo de Dios. Y la mujer, inevitablemente, el género divinizado con tal de no concederle los derechos de la humanización, el interlocutor básico: “Bendita entre todas las mujeres/ tú, que no estorbas” (y los versos poseen la resonancia de otro clásico: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”). Y circulan en los versos el llanto, el corazón, el acto sexual, los sonidos de la calle… Sabines no es un poeta romántico según la definición en uso, pero sí ve en el amor a la sensación cósmica, la utopía volandera y radical que engrandece las vivencias:

Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.

El público (¿o será mejor decirle el Lector Agradecido?) apuntala con risas algunos elementos de ironía y sorna. Según creo, estas frases agudas poco tienen que ver con la risa, son más bien formas del equilibrio en el lenguaje poético, pero el Lector/Oyente las asume divertidamente para relajarse en la devastación: “Piedad me tengo, mas me desamparo”. Hay humor en Sabines, pero nacido del fluir poético, no de los requisitos del equilibrio dramático. Y el acento religioso se vincula a los orígenes del escritor (Líbano y Chiapas, sentido de tribu y de patriarca, visión desde el Génesis de la dinastía interminable) y a la profundidad secularizada. En esta obra el mundo es religioso porque el sexo es sagrado (“Canonicemos a las putas”), y la muerte renueva los lazos incestuosos con la tradición, como lo ratifica Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1962), el libro culminante de Jaime.

Siguen los fragmentos de Adán y Eva (1952), el acoplamiento primordial para el bíblico y terrenal Sabines. Una pareja puebla el Universo en diálogo interminable, y Adán penetra (verbo de la pureza de las excavaciones corporales), y Eva esencializa las razones de ser del pecado, y todo es contiguo, el deseo, el hijo en el vientre, la gana de llorar. Escoge textos de Diario Semanario y poemas en prosa (1961) y, por ejemplo, el que empieza “La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética”, extrae de los presentes, que lo siguen como un viaje sardónico, resonancias inesperadas. En el entierro de todos y de cada uno, el hablante del poema se convierte en los fieles difuntos que nos habitan, y la acción coral suscribe las palabras:

Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser, prefiero que me entierren en el sótano de la casa, a ir muerto por estas calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.

¿Quién, como Sabines, que calificó la cópula de “Gloria degollada”, puede describir profana y devotamente el abrazo corporal?: “Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño”. Él regocija a la comunidad súbitamente literaria con frases de ternura áspera: “¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?” Para los asistentes, estos poemas son el cantar de gesta de las llamadas telefónicas, las batallas y los desfiladeros y la última trinchera y el abismo preferible a la honra o a la deshonra, todo lo propio de “los sobrevivientes de la semana”. Vienen ahora los poemas sueltos. Sabines inicia la primera frase: “No es que muera de amor…”, y el aplauso presagia la conmoción:

No es que muera de amor,
[muero de ti.
Muero de ti, amor, de amor de ti,
de urgencia mía de mi piel de ti,
de mi alma de ti y de mi boca
y del insoportable que soy sin ti.

¿Cuántas veces hemos oído y leído y memorizado y recordado, por el fervor de algunas líneas, este poema? Y yo te sé como yo mismo. La amada ya no es lo inalcanzable, sino la devoción que el cuerpo aloja. Esta poesía recrea hazañas de lo diario y lo semanario, pero Sabines, entre otras cosas por su potencia imprecatoria, no es un cultivador del orden amoroso, sino de la recámara hurtada a los pudores del hotel de paso; de las evocaciones donde se baja a bailar entre borrachos. “¡Ah, mula vida,/ testaruda, sorda!”

Es el momento de las predilecciones, y la tribu le demanda al patriarca: “¡Algo sobre la muerte del mayor Sabines!” “¡Tarumba!”… La respuesta es profesional:

—Si no se lee completo, el poema se hace daño.
—Léelo completo.

La solución es obvia: —“Vamos a leer los que tengo marcados. (Aplausos.)” Se escucha ahora “He aquí que estamos reunidos”, el recuento de una velada prostibularia, transformada en expedición del delirio a plazo fijo, en el trazo de la espiritualidad del orgasmo múltiple:

Sube en el remolino la casa y el
[tiempo sube
como la harina agria. ¡Hénos aquí a
[todos, fermentados,
brotándonos por todo el cuerpo el
[alma!

Los asistentes gozan la celebración del amor, y se sumergen en su liturgia. Y lo que, junto a las exaltaciones de la pasión, cala más hondamente es la relación entrañable con la extinción física. Un poema del más doloroso sarcasmo se vive como himno cómico:

¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir…

Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.

La-poesía-para-multitudes logra efectos curiosos. Lo que yo había leído como un texto de burla y amargura se convierte en el himno donde la muerte resulta la continuidad de la especie, y la resurrección es alternativa hogareña. El aplauso es inmenso. Jaime mira el reloj:

—Ya tenemos una hora. ¿Todavía aguantan?
—Hasta mañana.
—¡Doña Luz!

Sabines siempre se ha negado a leer “Algo sobre la muerte…”, por la tremenda carga anímica. Accede sin embargo a un fragmento de “Doña Luz”, dedicado a su madre: “Pero la casa no me protege de la muerte. ¿Por qué rendija se cuela el aire de la muerte? ¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” Luego lee un poema del regocijo: “…porque a estas alturas la juventud sólo puede llegarnos por contagio”. Risas y aplausos. Lee “La luna”. Mira el reloj.

“—¡Otra, otra, otra!—” Sabines se incorpora, y el aplauso arrecia y las jovencitas suben a entregarle flores, los jóvenes van en pos del autógrafo, la vigilancia de Bellas Artes actúa para vetar la ingestión simbólica. “¡Sabines al poder!”

Bellas Artes entero canta “Las mañanitas”. El aplauso se extiende, y apenas se interrumpe para una breve ceremonia. El telón continúa su descenso, y en el desbordamiento los asistentes se rehúsan a que el poeta desaparezca. De pie, Jaime Sabines preside este tumulto irrepetible. Mañana proseguirá la relación de los solitarios con los poemas. Es tiempo ya de reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma....

Carlos Monsiváis

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