Tlaskamati

lunes, 3 de noviembre de 2008

Medias suelas

Cristina Pacheco

Entre la fatiga del viaje y la emoción del regreso, Arcadio se sabe a punto de estallar. La terminal le parece pequeña y sucia, los empleados morosos, insoportable la cordialidad de su prima Josefina. Ella fue la única que acudió a recibirlo. Obstinada en ayudarlo a cargar una mochila, insiste en explicarle que el resto de la familia fue al panteón para encaminar a los muertos de vuelta a su quietud. Emocionada por sus palabras, agrega:
–Muchas cosas cambiaron desde que te fuiste, pero la voluntad de los muertos se respeta.
Salen a la Calle Ancha. Arcadio la encuentra irreconocible y mira en todas direcciones para buscar puntos de referencia. El Monumento al Agro se pierde entre camionetas abandonadas y convertidas en chatarra; el edificio que compartían una agencia de viajes y un banco se encuentra en absoluto abandono; el Mini-Market es la nueva sede de Drogadictos Anónimos, y de la sex-shop que causó tanto furor sólo queda un letrero grafiteado con un mensaje incomprensible.
–Si lo que buscas es el sitio de taxis, de una vez te digo que lo quitaron –le advierte Josefina.
–No, veía otra cosa. Además la casa está cerca. Podemos ir caminando –Arcadio se tercia su cobija al hombro: –a ver qué cara pone mi abuela cuando sepa que estoy aquí.
Con expresión compungida Josefina le advierte que la pobre ya casi no ve, a pocos reconoce y todo el tiempo le recrimina a Dios el error de haberla dejado en el mundo mientras que se llevó a su hijo Daniel. Josefina le aprieta el brazo y le murmura entre lágrimas:
–Mi pobre tío Daniel, tu papá… te adoraba.
–Tanto que nunca fue para llamarme por teléfono –Arcadio se detiene de golpe:
–Y ustedes, ¿por qué no me dijeron cuando se puso enfermo?
–Fue orden suya: no quería mortificarte.
–¡Mentira! Lo hizo para chingarme, para joderme el resto de la vida haciéndome sentir que lo abandoné, que no lo atendí cuando me necesitaba.
II
A lo lejos aparece la procesión que regresa del camposanto. Al verlo, sus parientes y antiguos conocidos corren al encuentro de Arcadio. Lo abrazan, le dan la bienvenida, celebran que haya llegado a tiempo para compartir las ofrendas. Como entre sueños, Arcadio estrecha manos y promete que irá de visita más tarde porque antes quiere ver a su abuela.
–Así debe ser –afirma una anciana y la procesión emprende su caminata rumbo a la iglesia.
Los deudos van a recoger los cirios que dejaron encendidos toda la noche ante el Señor de los Entierros. Los guardarán envueltos en una prenda de los difuntos y volverán a encenderlos el próximo noviembre.
Cuando al fin la procesión desaparece, Arcadio se lamenta:
–No llegué a tiempo ni siquiera para acompañar el ánima de mi padre.
–Pero estarás aquí el año entrante para cuando mi tío Daniel regrese. ¿O piensas irte?
–¿A dónde? El norte ¡se acabó! Ya me dijeron que del sur está viniendo gente, señal de que allá hay todavía menos trabajo.
–Pues quédate aquí.
–¿Habrá algún chance?
–A lo mejor, pero no se está haciendo obra, quedan pocos comercios y los atienden sus dueños.
Por la ventana abierta de una casa oyen los gritos de una mujer: “Niño, deja de darle de patadas a ese maldito balón. No ves que vas a acabarte los zapatos”.
La feroz advertencia le recuerda a Arcadio el taller de su padre: “La horma elegante”. Tras muchos años de dar el mejor servicio, se vio obligado a cerrarlo ante la inundación de zapatos chinos.
Don Daniel hizo hasta lo imposible por mantener su negocio y recuperar a su antigua clientela, exponiéndoles los argumentos que a todas horas repetía ante su madre y ante Arcadio:
–No hay que dejarse engañar: los zapatos chinos parecen muy baratos pero al final resultan carísimos. Como son muy corrientes se gastan enseguida y no resisten las composturas. En cambio, un calzado de piel bien hecho dura años, a lo mejor hasta más que su dueño.
Durante algún tiempo don Daniel tuvo la esperanza de que sus argumentos surtieran efecto en su favor, pero no fue así. Hubo semanas en que ni un cliente entraba en “La horma elegante”. Aun en medio de ese abandono él jamás dejó su mesa de trabajo. No entendía el mundo lejos de sus hormas, cepillos, aleznas, tintes, pegamentos.
Lo que para su padre fue una tragedia, para Arcadio significó la liberación. Ante los nuevos hábitos de compra era inútil aprender el oficio que con tanto empeño quería enseñarle don Daniel. Quedaba en libertad para realizar el sueño de todos los jóvenes del pueblo: irse a Estados Unidos, llenarse los bolsillos de dólares y volver triunfal a su tierra.
Arcadio se tardó varias semanas en comunicarle a su padre su proyecto de irse al norte. Temía enfrentar su negativa, su violencia y, lo peor, su reclamación de que lo abandonara en momentos tan difíciles. Cuando al fin se decidió a hablar, Arcadio se sorprendió de que su padre no reaccionara en ninguno de los sentidos previstos. Se concretó a mirarse las uñas donde aún quedaban residuos de tintes y betunes:
–Así que en estas manos se acaba el oficio de zapatero remendón –despacio fue a sentarse en su mesa de trabajo: –y yo que ni sabía de la existencia de China.
El taller era parte de la casa. Arcadio le sugirió a su padre que lo rentara a alguno de los comerciantes recién llegados al pueblo. A todos les iba bien con la venta de artículos de contrabando y de seguro le darían una buena cantidad por el local amplio y céntrico. Don Daniel rechazó de tajo esa posibilidad:
–¿Cómo puedes decirme eso? No te das cuenta: mi inquilino podría vender zapatos chinos aquí, en mi taller, en el sitio donde me están ahorcando… Deja que arregle mis cosas. Tú, vete tranquilo. No será ésta ni la primera ni la última vez que me vea en problemas.
Arcadio trató de inyectarle optimismo describiéndole el hermoso futuro que le aguardaba en los campos de California y reiterándole la promesa de que volvería a visitarlo cada año, tal vez hasta manejando una camioneta propia. No era imposible. Muchos de sus paisanos lo habían logrado. Lástima que ahora el producto de aquel esfuerzo se hubiera convertido en chatarra junto al Monumento al Agro.
III
Por las explicaciones de Josefina, Arcadio está preparado para vencer la desconfianza o el desvarío de su abuela. En cambio, no sabe cómo reaccionará ante la ausencia de su padre. Ve a lo lejos su casa y el letrero de “La horma elegante”.
–¿Quién tiene las llaves?
–Iba a dártelas más tarde, pero si quieres…
Arcadio toma el llavero y mientras camina hacia el taller trata de imaginarse lo imposible: que al entrar verá a su padre inclinado sobre su mesa de trabajo, con la boca llena de clavos y golpeando sobre la horma con su martillo.
Abre la puerta y lo sobresalta el revoloteo de las palomas. La luz inunda el cuarto donde todo parece igual. El olor a pegamento y tintes le recuerda a Arcadio sus largas horas junto a don Daniel. Mientras procuraba familiarizarlo con la calidad de las pieles y de los cepillos, le repetía una frase olvidada: “En el mundo, mientras haya injusticia, habrá ignorantes, enfermos y pobres. Podrá faltar todo, menos doctores, campesinos, maestros y quien sepa meterle medias suelas a unos zapatos viejos”.

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