Sunshine Press Productions, que preside Julian Assange, fundador de Wikileaks, entregó a La Jornada un archivo que contiene cerca de tres mil despachos elaborados por personal diplomático estadunidense, en los que se abordan asuntos políticos, económicos y de seguridad pública de nuestro país. Ese acervo documental reviste, en conjunto, un interés público fundamental, en la medida en que constituye una ventana al fondo y al tono de la relación bilateral entre México y Estados Unidos, el vínculo más importante, el más conflictivo y el más definitorio de la nación con el exterior.
Este diario considera que la difusión de la verdad y el derecho de la ciudadanía a la información es un factor irrenunciable de legalidad, normalidad democrática, rendición de cuentas y soberanía nacional, además de una obligación básica del ejercicio periodístico. Con esa convicción, La Jornada ha emprendido una tarea de lectura, sistematización y elaboración periodística de los datos contenidos en la información recibida –unas ocho mil páginas de texto–, con el propósito de dar a conocer a la sociedad hechos, dichos y puntos de vista que resultan fundamentales para la comprensión del acontecer nacional y para el ejercicio de los derechos ciudadanos.
La tarea requiere, ciertamente, de responsabilidad y profesionalismo. Las consideraciones básicas en la edición de la información han sido, en este espíritu, apegarse a citar fielmente lo que se consigna en los cables, deslindar los hechos relevantes de los que no lo son y evitar la divulgación de nombres que pudiera constituir un riesgo a la integridad y a la seguridad de ciudadanos privados, personas indefensas y empleados públicos de baja jerarquía que son mencionados en los textos.
A partir de esta fecha, La Jornada entrega a su público los resultados de este empeño. En forma simultánea a la publicación en estas páginas de las notas elaboradas a partir de los cables, éstos irán siendo liberados y colocados a la consulta del público en los sitios de Wikileaks en Internet. El doble compromiso de no alterar el contenido de los documentos y de preservar la identidad de personas que pudieran correr peligro rige para ambas partes.
Es pertinente reiterar, por último, la convicción de que la ciudadanía tiene el derecho de conocer los trasfondos del poder público y que el deber de contarla es parte sustancial de todo ejercicio periodístico profesional y ético.
A pregunta expresa de un representante republicano, durante una comparecencia en el Capitolio de Estados Unidos, la secretaria de Seguridad Interior de ese país, Janet Napolitano, afirmó: “Desde hace tiempo hemos estado pensado qué pasaría si Al Qaeda se uniera con Los Zetas, uno de los cárteles de la droga (que operan en México). Y simplemente lo dejo ahí”.
Los comentarios de la funcionaria resultan tan improcedentes como preocupantes. Durante la desastrosa era de George W. Bush, el gobierno estadunidense volvió una práctica común la conversión de la paranoia en política de Estado y de seguridad, así como la invocación de peligros inciertos y difusos y de hipótesis conspiratorias que terminaron por convertirse en profecías autocumplidas: en su afán por imponer como primera prioridad en la agenda planetaria la cruzada contra el terrorismo
y por inventar –con ayuda de los círculos del pensamiento reaccionario de Estados Unidos– un falso choque de civilizaciones
entre Occidente y el mundo árabe, el anterior gobierno de Wa-shington terminó por fortalecer a bandas como Al Qaeda a niveles que eran inimaginables, incluso en 2001, y les dio a éstas y a sus aliados motivos de encono adicionales a los que tenían hasta el 11 de septiembre de ese mismo año.
Ahora, a instancias de su titular de Seguridad Interior, la administración Obama redita esas prácticas –por más que éstas se hayan convertido en uno de los factores de la debacle política, moral y militar de su antecesora– y lo hace, para colmo, con base en delineamientos dudosos y falaces, como la afirmación de una posible convergencia entre los cárteles de la droga y grupos integristas islámicos, organizaciones que difieren en la sistematicidad de sus métodos y, sobre todo, en sus fines.
Por desgracia, si bien el razonamiento en el que se basa lo dicho por Napolitano equivale a una dislocación de la realidad, las implicaciones que derivan de él son palpables y alarmantes. Si se toma en cuenta lo que representa Al Qaeda para Estados Unidos, y si se añaden a ello declaraciones como las hechas ayer por el subsecretario del Ejército estadunidense, Joseph Westphal –en el sentido de que Estados Unidos ha contemplado el envío de sus tropas a México para hacer frente a la violencia de los cárteles–, la propalación de una posible alianza entre ese grupo y Los Zetas allana el camino para la presencia masiva y desembozada de policías, soldados y espías de Estados Unidos en México, y para la profundización de los designios injerencistas del vecino país en la política de seguridad vigente en el nuestro.
En la primera mitad de la década pasada, el sostenido afán de gobiernos de Bush y Fox por alinear a México en la fantasmagórica y demagógica guerra contra el narcotráfico
implicó involucrar al país, innecesariamente, en un conflicto que le ha sido totalmente ajeno, y ponerlo en la mira de los enemigos –reales o supuestos– de Washington. Ahora, la persistencia en ese afán, –que, a lo que puede verse, no ha sido abandonado del todo pese al cambio en los titulares de ambos gobiernos– prefigura, además, el riesgo de una injerencia masiva de las autoridades estadunidenses en territorio nacional.
Por elementales razones, la autoridad mexicana tendría que responder a los señalamientos de Napolitano, demandar una rectificación de los mismos y rechazar, con claridad y contundencia, cualquier intento de valerse de ellos para vulnerar la soberanía nacional.
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