Pies pa’ qué los quiero si tengo alas
Frida Kahlo
Es domingo,
un domingo lluvioso de Septiembre.
Estoy con Roberto y mi mujer
en la Casa Azul de Frida Kalho.
La lluvia hace más íntima esta tarde en Coyoacán.
En cada objeto está latiendo Frida.
Miro sus Oleos, los autorretratos desafiantes
y no puedo apartarme de sus ojos,
del arco silvestre de sus cejas,
de su perfil volcánico.
Aquí con el corsé torturador,
allá con un reboso violeta.
En el otro extremo está la hermana,
de belleza distinta,
y su padre siempre pendiente de sí mismo.
La lluvia es de algún modo la memoria.
En la cocina, la arcilla recuerda la ceniza
y el ruido de otros tiempos
donde la sangre indicaba el rumbo de las noches.
Roberto fija cada instante pero el museo se resiste.
Intento imaginar a esta mujer andando por la casa,
imponiendo su furia, sus olores,
sufriendo y disfrutando, las roturas del cuerpo.
Diego no existe en la imagen que esta tarde
me provoca la casa.
Su presencia es accidental, casi foránea.
La lluvia es fina como un polvo de agua.
Cierro los ojos y me llegan los ruidos
de su columna vertebral,
las maldiciones, el temblor del violeta casi ausente,
el tacto áspero y tierno de su bata frondosa,
la música cortante y persistente del azul,
y el olor, en crescendo, a desnudez,
a sexo reclamante, a semen húmedo.
Llueve en Coyoacán.
Frida sale al patio, no tiene el cuerpo roto,
baila desnuda sobre las piedras,
y la ciudad se calla.
La estoy viendo con los ojos cerrados,
la estoy tocando sin el tacto que estorba,
me llega el olor de su piel
tatuada por los vientos de otra edad
donde su corazón fundaba la piedra de los sacrificios.
No quiero despertar.
Si abro los ojos Roberto estará fijando el rostro
de mi mujer junto la foto absurda de Frida en el salón.
No quiero despertar, pero cesó la lluvia
y la ausencia de Frida llena el lecho
donde tantas veces se buscó a sí misma
para dejar sólo retazos suyos
dispersos en las telas
donde creen encontrarla los que pasan.
México, febrero de 2011.
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