Tlaskamati

viernes, 28 de enero de 2011

LA BALADA DEL AÑO NUEVO

En la alcoba muelle, acolchonada y silen­ciosa, apenas se oye la blanda respiración del enfermito. Las cortinas están echadas; la veladora esparce en derredor su luz dis­creta, y la bendita imagen de la Virgen vela a la cabecera de la cama. Bebé está malo, muy malo. . . . Bebé se muere. . . .

El doctor ha auscultado el blanco pecho del enfermo; con sus manos gruesas toma las manecitas diminutas del pobre ángel, y frunciendo el ceño, ve con tristeza al niño y á los padres. Pide un pedazo de papel; se acerca á la mesilla veladora, y con su pluma de oro escribe… escribe.

Sólo se oye en la alcoba, como el pesado revoloteo de un moscardón, el ruido de la pluma, corriendo sobre el papel, blanco y poroso. El niño duerme; no tiene fuerzas para abrir los ojos. Su cara, antes tan halagüeña y sonrosada, está más blanca y transparente que la cera: en sus sienes se perfila la red azulosa de las venas. Sus labios están pálidos, marchitos, despellejados por la enfermedad. Sus manecitas están frías como dos témpanos de hielo. . . .

Bebé está malo. . . . Bebé está muy malo. . . . Bebé se va á morir. . . Clara no llora; ya no tiene lágrimas. Y luego, si llorara, despertaría á su pobre ni­ño. ¿Qué escribirá el doctor? ¡Es la receta! ¡ Ah, si Clara supiera, lo aliviaría en un solo instante! Pues qué, ¿nada se puede contra el mal? ¿No hay medios para salvar una exis­tencia que se apaga? ¡Ah! Sí los hay, sí debe haberlos; Dios es bueno, Dios no quiere el suplicio de las madres; los médicos son tor­pes, son desamorados, poco les importa la honda aflicción de los amantes padres; por eso Bebé no está aliviado aún: por eso Bebé sigue muy malo; por eso Bebé, el pobre Bebé, se va á morir! Y Clara dice con el llanto en los ojos:

— ¡Ah! ¡si yo supiera! La calma insoportable del doctor la irri­ta. ¿Por qué no lo salva? ¿Por qué no le de­vuelve la salud? ¿Por qué no le consagra todas sus vigilias, todos sus afanes, todos sus estudios? ¿Qué, no puede? Pues enton­ces de nada sirve la medicina, es un enga­ño, es un embuste, es una infamia. ¿Qué han hecho tantos hombres, tantos sabios, si no saben ahorrar este dolor al corazón, si no pueden salvar la vida á un niño, á un ser que no ha hecho mal á nadie, que no ofende á ninguno, que es la sonrisa, y es la luz y es el perfume de la casa?

Y el doctor escribe, escribe: ¿Qué medi­cina le mandará? ¿Volverá á martirizar su carne blanca con esos instrumentos espantosos?- No, ya no —dice la madre,— ya no quiero! El hijo de mi alma tuerce sus bracitos se disloca entre esas manos duras que lo aprietan, vuelve los ojos en blanco, llora, llora mucho, ruega, grita, hasta que ya no puede, hasta que la fuerza irresistible del dolor le vence, y se queda en su cuna quieto, sin sentido, y quejándose aún, en voz muy baja, de esos cuchillos, de esas tenazas-de esos garfios que lo martirizan, de esos doctores sin corazón que tasajean su cuerpo, y de su madre, de su pobre madre que lo deja solo. No, ya no quiero, ya no quiero esos suplicios. Me atan a mí también, pero me dejan libres los oídos para que pueda oír sus lágrimas, sus quejas. Lo escucho y no puedo defenderlo: veo que lo están matando y lo consiento.

El niño duerme y el doctor escribe, escribe.— Dios mío, Dios mío, no quieras que se muera: mándame otra pena, otro suplicio: lo merezco. Pero no me lo arranques, no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho?—Y Clara ahoga sus sollozos, muerde su pañuelo, quiere besarlo y abrazarlo —¡Acaso esas caricias sean las últimas! — pero el pobre enfermito está dormido, y su mamá no quiere que despierte.

Clara lo ve, lo ve constantemente con sus grandes ojos negros y serenos, como si temiera que, al dejar de mirarlo, se volara al cielo. Cuántos estragos ha hecho en él la enfermedad. Sus bracitos rechonchos, hoy están flacos, muy flacos. Ya no se ríen en sus codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que besaron y acariciaron tantas veces.

Sus ojos - negros como los de su mamá— están agrandados por las ojeras, por esas pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios le forman como la aureola de un santito.

¡Dios mío, Dios mío, no quiero que se muera! Bebé tiene cuatro años. Cuando corre parece que se va á caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se atropellan en sus labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada: Pablo y Clara se miraban en él, y se conta­ban por la noche sus travesuras y sus gra­cias, sin cansarse jamás. Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el jardín, sin­tió frío: un dolor agudo se clavó en sus sie­nes y le pidió á su mamá que lo acostara. Bebé se acostó esa tarde y todavía no se le­vanta. Ahí están á los pies de la cama, y esperándole, los botincitos que todavía con­servan en la planta la arena humedecida del jardín.

El doctor ha acabado de escribir, pero no se va. Pues qué, ¿lo ve tan malo? El lacayo corre á la botica.

—¡Doctor, doctor, mi niño va á morirse!

El médico contesta en voz muy baja:

—Cálmese usted, que no despierte el niño.

En ese instante llega Pablo. Hace quince minutos que salió de esa alcoba y le parece un siglo. Ha venido corriendo como un loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no ver si el balcón estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor, y las manos enclavijadas de la madre; pero se tranqui­liza: el ángel rubio duerme aún en su ca­ma— ¡No se ha ido!--Un minuto después, el niño cambia de postura, abre los ojos poco á poco, y dice con una voz que apenas suena:

— ¡Mamá! ¡Mamá!. . . .

—¿Qué quieres, vida mía? ¿Verdad que estás mejor? ¡ Dime qué sientes! ¡Pobrecito mío! ¡Trae acá tus manilas, voy á calentar­las! Ya te vas á aliviar, alma de mi alma. He mandado encender dos cirios al Santí­simo. La Madre de la Luz ya va á ponerte bueno.

El niño vuelve en derredor sus ojos ne­gros, como pidiendo amparo. Clara lo besa en la frente, en los ojos, en la boca, en to­das partes. ¡Ahora sí puede besarlo! Pero en esa efusión de amor y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se cuajan de lágri­mas, y Clara no sabe ya si besa ó llora.

Algunas lágrimas ardientes caen en la garganta del niño. El enfermito que apenas tiene voz para quejarse, dice:

— ¡Mamá, mamá, no llores!

Clara muerde su pañuelo, los almohado­nes, el colchón de la cunita. Pablo se acer­ca. Es hora ya de que él también lo bese. Le toca ya su turno. El es fuerte, él es hom­bre, él no llora. Y entretanto, el doctor que se ha alejado, revuelve la tisana con la pequeña cucharilla de oro. ¿Qué es el sabio ante la muerte? La molécula de arena que va á cubrir con su oleaje el océano.

Bebé, Bebé, vida mía. Anímate, incor­pórate. Hoy es año nuevo. ¡Ven! Aquí, en tu manecita, están las cosas que yo te fui á comprar en la mañana. El cucurucho de dulces, para cuando te alivies; el aro con que has de corretear en el jardín; la pelota de colores para que juegues en el patio. Todo lo que me has pedido!

Bebé, el pobre Bebé, preso en su cuna, soñaba con el aire libre, con la luz del sol, con la tierra del campo y con las flores en­treabiertas. Por eso pedía no más esos juguetes.

¿Quieres mejor un velocípedo? ¿Sí ..... ? Pero, ¿si te caes? Dame tus manos. ¿Por

qué están frías? ¿Te duele mucho la cabeza? Mira, aquí está la gran casa de campo que me habías pedido. . . .

Los ojos del enfermito se iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de madera que le ha traído su papá. Vuélvela vista á la mesilla y mira con tristeza el cu­curucho de los dulces.

—Mamá, mamá, yo quiero un dulce..

Clara, que está llorando á los pies de la cama, consulta con los ojos al doctor; éste consiente, y Pablo, descolgando el cucuru­cho, desata los listones y lo ofrece al niño. Bebé toma con sus deditos amarillos una almendra y dice:

— Papá, abre tu boca.

Pablo, el hombre, el fuerte, siente que ya no puede más, besa los dedos que ponen. Esa almendra entre sus labios, y llora, llora mucho.

Bebé vuelve á caer postrado. Sus pies se han enfriado mucho. Clara los aprieta con sus manos, y los besa. Todo inútil! El doc­tor prepara una vasija bien cerrada y llena de agua casi hirviente. La pone en los pies del enfermito. Este ya no habla, ya no mira, ya no se queja; nada más tose, y de cuando en cuando, dice con voz apenas perceptible: — ¡Mamá, mamá, no me dejen solo!

Clara y Pablo lloran, ruegan á Dios, su­plican, mandan á la muerte, se quejan del doctor, enclavijan las manos, se desespe­ran, acarician y besan. Todo en vano! El enfermito ya no habla, ya no mira, ya no se queja; tose, tose. Tuerce los bracitos co­mo si fuera á levantarse, abre los ojos, mira a su padre diciéndole: defiéndeme!.. Vuelve a cerrarlos… ay! Bebé ya no habla, ya no mira, ya no se queja, ya no tose; ya está muerto!.....

Dos niños pasan riendo y cantando por la calle: Mi año Nuevo! Mi año nuevo!

M. Gutiérrez Nájera.

Revista Moderna, Ed. 1905

(A doña Nila, un recuerdo afectuoso!(+))

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