Tlaskamati

domingo, 23 de enero de 2011

El beso

Tal vez una mano apoyada en la cintura de uno de los dos en la pareja, la otra en la base tierna de la nuca, o un brazo alrededor del cuello; las cabezas suavemente inclinadas hacia lados opuestos para abrir el ángulo de encuentro, y en la intuición del sabor por gracia del aroma, los labios que al tocarse involucran todo el rostro, que en ese instante es todo el cuerpo. Una arquitectura muscular de treinta músculos movidos por las ramas del nervio facial y su fronda poderosa, cuya sensibilidad fluye por los cauces del trigémino, filigrana sutil que se vierte en la memoria y la dilata, y la sangre para entonces ya mucho más alerta por las rutas de la arteria facial y la venillas que suavizan, hinchan y sonrojan la pulpa de los labios.
Todo cerca y todo al borde del vacío: las bocas que al unirse dibujan el ocho horizontal del infinito, ése que las lenguas atan y desatan a su antojo en una danza que es encuentro y extravío: del beso primigenio del Homo sapiens (entre 10 y 40 mil años de antigüedad) que –se dice– alimentaba boca a boca a sus vástagos pequeños, a la vertiginosa variedad de modos y motivos que en el mundo han sido, son y serán en el recinto de la boca. “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera”, dice Cortázar.

Ese espacio líquido y carnoso, cima y hondura, por donde también fluye la sed, el aliento, el hambre y la palabra. Y el agua, la muerte, el alimento y el silencio. Sólo por la boca los amantes mutuamente se penetran, y así descifran y contagian su deseo en una alianza que parece cancelar la otra eternidad que espera: “Dame mil besos, luego cien, después otros mil, y por segunda vez ciento, luego hasta otros mil, y otros ciento después. Y cuando sumemos ya muchos miles, los borraremos para olvidarnos de su número”, le dice a Lesbia el ávido Catulo hace más de 2 mil años que entonces son apenas un suspiro. O, entre tantos, sólo y rigurosamente uno, el último, “en el crítico umbral del cementerio/ como perfume y pan y tósigo y cauterio”, que pide Ramón López Velarde en el otro extremo de ese número afortunadamente incierto que se pierde. La boca, nicho y cúspide del sí o el no de las almas en su cuerpo, para poblar el mundo, y zona del beso ritual de la conspiratio, donde el aliento humano al compartirse inaugura un ámbito divino, junto al otro, el que canta Miguel Hernández, donde el beso es la medida de la condición humana a la altura de los ojos: “Beso soy, sombra por sombra/ Beso, dolor con dolor,/ por haberme enamorado,/ corazón sin corazón, /de las cosas, del aliento/ sin sombra de la creación.” Tantos...

Y uno solo todos juntos madurando en la comisura de los labios, que son la comisura del espíritu, para los ojos, las plantas de los pies de un recién nacido, las palmas de las manos de un anciano, y el primero siempre, el que medita el poeta poco antes de su muerte: “Rasguña tu primer beso, como tu primer poema. Y son estas dos rudezas que si coinciden y hacen luna nueva, se puede reescribir desde el principio la historia del mundo.” (Odysseas Elytis.)


Francisco Torres Córdova

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