Mardonio Carballo
(Las plumas de la serpiente)
Es como un relámpago. Laberinto de varias salidas. Sin embargo emprendemos el camino largo: el aprendizaje es lento pero siempre con señales contundentes. El hombre, desde sus entrañas, quiere tropezar, caer y golpearse con la misma piedra hasta la patología.
En su caída derriba el castillo de naipes que la humanidad, en su aglomeración, ha logrado construir. Frágil vuelve a comenzar. Pero aunque suene rebuscado y afanosamente optimista, el cero es ya una ganancia. La invención del principio, la invención de la rueda. Lo importante es el trayecto. Eso es el hombre, sus huellas, hasta el fin y hasta el principio. Hasta la patología. La historia se escribe a varios pies, a varias manos. Negros, amarillos, blancos y rojos son sus colores y sus habitantes. Dientes de maíz que se contagian para crear razas nuevas. De ahí el matiz. El canto alegre y profundo. El balido de becerro huérfano. La fiesta sonora y la diatriba. La liebre huyendo y el cazador. Todos somos el canto, el lamento, el becerro sin madre, la fiesta perpetua y el denuesto. Matices. Ecos de un llanto lejano que no sabe cómo curarse, que no sabe que el llanto tiene otra cara. La risa loca desbocada ignora que del otro lado del mundo las lágrimas llenan el mar donde los delfines se echan a dormir. Delfines tristes que saltan, alegres en apariencia, para suscitar la felicidad de aquellos que los mirar danzar. La muerte está en camino, quizá… pero aún hay vida.
Una estrella cayó al mar y se inundó por completo. Un hombre cayó a la tierra y la destruyó. Sacó su sangre disfrazada de petróleo y contaminó con ello el cielo de donde vino. Secó sus aguas, las puso en botellas que vendió al mejor postor. Mató a sus hermanos de sed. El cazador, al final de la historia, encontró a la liebre y de ella hizo abrigos. Secó su carne al sol. La carne que sobró de su placentera comida la tiró al río. Del otro lado del planeta unos niños murieron de inanición. Mientras tanto la estrella se hizo de agua y sigue viva.
Un hombre cayó, ciego, en un cofre de oro. Supo entonces, soberbia de por medio, que ese era su modo de vida. Pensó incluso que se lo merecía. Y en un arrojo de benevolencia se dedicó a cortar una moneda en cachitos que repartió entre los niños hambrientos. Tiró trozos de oro entre sus pies. Ellos se volvieron perros… y hombres …y aullaron, afilaron sus dientes y se destrozaron entre sí. Pasado el tiempo, el cofre sigue lleno, a buen resguardo. En Suiza o las Islas Caimán se conoce muy bien esta historia. Este hombre mientras tanto, se hizo de sus fieles perros y los entrenó. Ellos resguardan al cofre y al hombre. El cofre —sólo como apunte— lleva una inscripción: México. Hay quienes lo vieron y están al tanto del hurto. La paciencia se entrena también.
Pero —y vuelvo a recurrir a la historia— los hombres tienen miedo de sí mismos. Tienen miedo de confrontar a aquellos que han agraviado. Les exigen poner la otra mejilla y por lamentable que parezca, tampoco tienen que hacerlo, hay mejillas dispuestas a recibir el otro golpe, el largo castigo de la penitencia. Un hombre o varios cayeron a la tierra expulsados de un paraíso de cuento. Creyéndose hijos divinos hicieron, a su vez, del resto de los hombres hijos. Eso pasó hace tiempo y murieron ya en el camino. Pero —los reinos son perpetuos hasta su caída— dejaron representantes aquí. Huérfanos y arrojados a un mundo inclemente, creímos en ellos. Y ellos a su vez asumieron el poder de la fe que les dimos. Y lo usan. Sabido es que algunos entonan una canción que llega a las alturas de los castillos y entre cenas de velas y vinos arreglan las culpas del dueño del cofre, mientras él sigue repartiendo sólo cachitos de oro. Aunque la historia no es lineal. Y hay algunos representantes de la fe que hacen lo que deben hacer. Lo hacen y su voz es como un relámpago en la oscuridad que nos consume en este sueño permanente. La advertencia está hecha: si no se cuidan serán expulsados del reino. Eso es el hombre, un animal tropezando y cayendo. La enseñanza es contundente pero su aprendizaje es lento. Animal de mucho cerebro que actúa en detrimento de sí mismo. Dientes de maíz que se mezclan y crean masanueva que no pueden ver los ciegos que regalan la tortilla dura y el garrote. Hijos sin padres que caminan intentando convencerse del “destino” a sabiendas que debería ser otro. Pero aun ciegos buscamos el camino. El cofre debería ya ser abierto —México y el mundo no aguantan más— y el oro repartido; los perros deberían darse cuenta ya que la carne de los suyos les envenenará la sangre y se irán pudriendo, a pesar de tener su cachito de oro bajo la lengua, pensando que ese es el remedio. El veneno está ahí y nos fermenta a todos. Los que caminan delante de esta historia, aquellos a los que les tocó más, deberán reconocer su miseria. Abrir los brazos sólo puede generar alas. Deberán ser ellos los que en un arrebato de amor quiten las vendas. La exigencia de un mundo mejor deberá venir de ahí. El cero es ya una ganancia. La invención del principio, la invención de la rueda: el matiz.
Tlaskamati miak
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