El gobernador del estado de México es el futuro candidato de todos los grupos de poder en México. No es todavía, ni de lejos, el candidato futuro del PRI, por la sencilla razón de que la elección interna todavía está por dirimirse. Pero Peña Nieto se lanzó muy pronto al ruedo (o lo lanzaron) y ya ha hecho su fama pública; es por eso que debemos tomarlo en cuenta. Si por él fuera, no creo que valdría la pena gastar saliva. Pero es el caso que este pequeño espécimen político que parece haber surgido de la nada no representa nada en sí mismo, sino todo lo que se ha fraguado en su derredor y los enormes poderes que parecen haberse conjurado para hacerlo su futuro candidato.
Es un hecho que el mayor monopolio de medios le ha prodigado su más tenaz y obsecuente promoción, aparte de muchos otros que ven en él al candidato más viable, independientemente de lo que sucede o pueda ocurrir en el PRI. Se ha podido ver que esa promoción ha sido tan poderosa que hasta las mismas filas priístas se han venido moviendo en una misma dirección. El tiempo, empero, tiende siempre a poner las cosas en su lugar. Dentro mismo del PRI se ha podido ver que hay, no nuevas, sino viejas aspiraciones que aún no se habían manifestado. Antes no podía hacerse a menos de mencionar a Beltrones, pero se le veía en la lejanía. Ahora suena más fuerte y hasta por ahí anda figurando la señora de los huipiles. Por supuesto que en estas lides nada puede decirse de cierto.
Vale pues la pena ocuparse de Peña. Su enseña principal es que en política se debe actuar con pragmatismo. Su idea de ese concepto es muy primitiva y vaga. Significa volver al pasado priísta que nos gobernó con tanto éxito durante setenta años. Pragmatismo significa, en el ideario de Peña, fortalecer al presidente de la República en su gobierno y restaurar, por ejemplo, las reglas no escritas que en el pasado priísta le permitieron regir al país con mano firme y sin atender a veleidades legislativas que le ponían cuanto freno pueden imaginar los partidos representados en el Congreso. Hizo su tesis en una Universidad patito sobre el presidencialismo y se centró en Álvaro Obregón, según él, un “enérgico jefe del Ejecutivo”. La figura es emblemática a más no poder, pero el fundamento de sus ideas autoritarias está en el discurso de Carranza al presentar en el Constituyente de Querétaro su proyecto de Constitución.
La idea que Peña Nieto tiene de Obregón es de verdad miserable. Él ve sólo a un individuo que ejerce el poder como si se tratara de un titiritero al que sus muñecos no ofrecen mayor resistencia. Yo he escrito sobre Obregón y he puesto de manifiesto la grandeza política del sonorense, que no sólo era un árbitro conciliador formidable, sino, además, un muy buen observador de las reglas escritas y no escritas de la política. En su época, las normas no escritas eran las más numerosas y las que al final prevalecían. Lo que Peña destaca de su actuación es su arbitrariedad, que fue excesiva, no su sabiduría política. El ideal del gobernador mexiquense es un gobernante que actúe sin trabas legislativas, como se imagina, sin ninguna razón, que fue Obregón. Éste era un político que sabía poner a todos de acuerdo antes de que la norma se aplicara y ello evitó en grandísima medida la violencia que entonces era atroz.
El remedio que idea Peña, asesorado por consejeros como Chuayffet Chemor, un auténtico analfabeto político, es disminuir al máximo las facultades controladoras del Legislativo sobre el Ejecutivo. Es una treta antiquísima entre nosotros. Así justificaban los defensores de la dictadura porfirista el poder arbitrario del dictador. La culpa de todas las ineptitudes del presidente es de los legisladores que buscan someter sus actos al derecho. Es que no le dejan hacer nada, clama Peña Nieto. Es el modo más barato de justificar la incapacidad de los presidentes para gobernar. Él cree que si se cuenta con leyes que le permitan a uno hacer lo que considera necesario, entonces se puede hacer un buen gobierno. En consecuencia, si no se cuenta con esas leyes soñadas, la culpa es del Legislativo. Por lo tanto, habrá que maniatar lo más que se pueda al Congreso, que parece tender por naturaleza al más completo desmadre.
Peña se pronuncia en contra del tope del ocho por ciento para la sobrerrepresentación del partido mayoritario. Con un cuarenta por ciento, postula, debería obtener una mayoría absoluta. No puede pedírsele que se apiade de los criterios modernos de la representación de los votos y de la representatividad democrática de los partidos. Es un chico que no entiende nada de las complejidades de la organización del Estado democrático y que sólo mira a lo que él entiende como el pragmatismo en el arte de gobernar, del que tampoco entiende mayor cosa. Para él, pragmatismo quiere decir no atarse a “paradigmas”. Evidentemente, quiere decir, hacer a menos de cualquier regla que impida hacer lo que desde el gobierno se juzga necesario. Eso es de la época de las cavernas. Hoy, gobernar quiere decir consensuar, poner de acuerdo a todos para realizar cualquier acción de gobierno.
A cualquiera de esos merolicos que nos administra la televisión le debe parecer que ese es un modo muy enérgico y eficaz para gobernar a este burdel en que se ha convertido el país. Es la apuesta natural de los medios de comunicación y, junto con ellos, de todos los grupos de poder que nos gobiernan. En la realidad, no es más que una pobrísima propuesta de gobierno hecha por descerebrados ambiciosos e ignorantes que no saben gobernar más que por la fuerza. Llena de miedos y temores que son perfectamente entendibles. Tienen miedo de cualquier clase de control por parte de los representantes del pueblo; tienen miedo de que se les pueda juzgar por sus malos actos mediante la aplicación de la ley; tienen miedo de los partidos de oposición si les hacen montón y los amenazan con una coalición que les gane la mayoría en las urnas.
Fue por eso que Peña Nieto promovió las recientes reformas en materia electoral en su estado. Niega el derecho de los “partidos políticos a presentar candidaturas comunes y los quiere obligar a formar alianzas que son gravosísimas y tremendamente inconvenientes. Una alianza en la legislación electoral del estado de México equivale, prácticamente, a renunciar a las prerrogativas y derechos que cada partido tiene por ley. Las candidaturas comunes permitían conservar la propia identidad y todos los derechos de un partido político. Ahora eso se acaba y en una eventual alianza habrá que perder todos los derechos que como partido se tienen.
El protagonismo del gobernador mexiquense tiene pies de barro y juega apuestas sin respaldo que no tienen ninguna seriedad. Televisa lo hizo su candidato anticipado y le ha dado todos los espacios (sería bueno saber, muy a ciencia cierta, cuánto representa ya el costo de sus promocionales y, sobre todo, quién los está pagando). Eso es signo, para todos, de que Peña Nieto es el prospecto presidencial de la oligarquía mexicana y a eso deberemos atenernos.
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